Dos hombres, uno viejo y otro joven, padre e hijo, estaban bajo la sombra generosa de un mezquite. El joven estaba dormido y el viejo, sentado en el catre, tomaba una humeante taza de café. Eran pasaditas de las cinco de la mañana (en aquellos tiempos en que el horario era uno y nunca cambiaba, ni en invierno ni en verano).
De pronto el viejo vio a la vecina ir hacia ellos a toda carrera, hasta donde eso era posible considerando sus 120 kilos de peso y los más de cinco centímetros que a su pierna izquierda le faltaba para ser igual a la derecha. Cuando llegó a ellos, jadeante, les dijo sin más prolegómenos: “Hubo un terremoto y se hundió México. Todos se murieron”.