Vícam en el Terremoto de 1985
Septiembre 19, 2010
Por Alejandro Valenzuela
Dos hombres, uno viejo y otro joven, padre e hijo, estaban bajo la sombra generosa de un mezquite. El joven estaba dormido y el viejo, sentado en el catre, tomaba una humeante taza de café. Eran pasaditas de las cinco de la mañana (en aquellos tiempos en que el horario era uno y nunca cambiaba, ni en invierno ni en verano).
De pronto el viejo vio a la vecina ir hacia ellos a toda carrera, hasta donde eso era posible considerando sus 120 kilos de peso y los más de cinco centímetros que a su pierna izquierda le faltaba para ser igual a la derecha. Cuando llegó a ellos, jadeante, les dijo sin más prolegómenos: “Hubo un terremoto y se hundió México. Todos se murieron”.
La carrera de la mujer se debía no sólo a la magnitud de la tragedia, sino sobre todo a que sabía que la mujer del viejo estaba allá visitando a tres de sus hijos que estudiaban en la universidad. El joven había despertado porque la mujer, mientras se acercaba a ellos, repetía con desesperación el nombre del viejo. El viejo se quedó como petrificado, sin atinar ni siquiera a levantar la vista del suelo. Siguió con la vista el curso de una laboriosa hormiga hasta que se perdió debajo de unas ramas y allí se quedó un largo rato, estático, como ausente. El joven sólo atinó a decir con un aire de dolor y resignación: “Ya nos quedamos solos. Ni modo.”
Se quedaron un rato en silencio. No sabían qué hacer. La mujer se metió a la casa y a los minutos regresó con un radio amarillo al que le habían puesto las pilas por fuera atadas a dos carrizos, y trató de sintonizarlo en la radio centro de Obregón. Cuando lo hubo logrado, el locutor estaba describiendo los destrozos que el terremoto había causado. Los destrozos son de tal magnitud que se calcula en muchos miles los muertos. La ciudad se ve como si se le hubiera bombardeado con armas nucleares y por todos lados se ven columnas de humo y explosiones esporádicas.
Lo que más le preocupó a aquel trío que azorado oía las noticias fue lo de “explosiones esporádicas” porque no sabían lo que eso significaba, pero se imaginaban que lo “esporádico” se refería a que las explosiones eran tan fuertes que se desparramaban (como las esporas, pues) destruyendo lo que ya estaba destruido.
El viejo se puso la camisa y le dijo al joven que fuerana a ver si podían llamar por teléfono. En esos tiempos Vícam tenía un sistema de teléfonos muy rudimentario. Las casas que habían contratado el servicio, pocas por cierto, levantaban el aparato y les respondían en una caseta que los enlazaba a donde quisieran llamar. No recuerdo cómo se llamaba la telefonista, pero le decían Lala. Una broma común era que la gente en Vícam no llamaba por “Lada”, sino por “Lala”.
Llegaron el viejo y el joven con la Lala y le dijeron lo que ella ya sabía. Les pidió algún número al que se pudieran comunicar y le dieron un papel donde la esposa del viejo había escrito un número. No tenía nombre ni ninguna otra seña, así que la mujer tomó su aparato y le dio vueltas a la manivela hasta que le contestaron del otro lado de la línea. A la usanza de aquellos años, la Lala dijo: “Buenos días Obregón; habla Vícam. Quiero una conferencia con México”. La otra telefonista le dijo que México estaba incomunicado y la gente que se estaba congregando en la caseta telefónica dio por hecho que los viqueños residentes en el DF habían perecido.
El viejo y el joven, sin saber qué hacer, se fueron a su casa y se tumbaron en los catres. Allí se quedaron, a veces pensando y a veces llorando, oyendo las noticias de la destrucción, hasta las cinco de la tarde, hora en que llegaron las buenas noticias. Oyeron que desde la carretera les gritaba por sus nombres el telegrafista de Vícam. El robusto personaje llegaba en su bicicleta, pedaleando con todas sus fuerzas y agitando con la mano izquierda un papel. Era un telegrama donde se les decía: “Todos bien, no se preocupen”.