Por Diego Enrique Rodríguez Landeros
Hubiera preferido una patada voladora, pero la realidad sólo ofrece fayuca. El 23 de enero fui a celebrar al barrio chino de la ciudad de México el comienzo del año del dragón. Vi cuatro dragones de fantasía que se pavoneaban al ritmo de unos tambores violentos. Todo parecía dar vueltas. Lo más gracioso fue que los que no eran chinos se comportaban como tales: no dejaban de tomar fotos, como dicen que hacen los turistas de ese país. Mientras todo eso pasaba, yo no podía dejar de imaginar que en la parte trasera de esos restaurantes, alrededor de una mesa, entre el humo de cigarrillos y de pipas de opio, un grupo de mafiosos asiáticos con bigotes largos jugaban a las cartas mientras negociaban el precio de contrabandos ilegales o, peor aún, mientras planeaban cruentas venganzas contra enemigos que, del otro lado del océano Pacífico, quizás en Taiwán, hacían exactamente lo mismo. Sentí una profunda emoción. Lo que más desee en ese momento fue presenciar una de esas peleas con las que el cine representa a los chinos. Lamenté que seres como Jackie Chan sólo existieran en las películas. La realidad, en ocasiones, decepciona. Miré a mi alrededor: el barrio chino de esta ciudad es ridículo: una diminuta calle en la que, si bien venden comida cantonesa, lo que abunda es la fayuca ofrecida a muy bajo costo por hombres de ojos rasgados que hablan con el más puro acento chilango: “Lleve su dragón de la fortuna a diez pesos”. Los chinos me debían una patada voladora.