Si yo hubiera vivido en Japón entre los años 794 y 1185, durante el llamado periodo de Heian, me gustaría haber sido mujer y, para ser más específico, una talentosa dama que le sirviera a la emperatriz. Advierto que esto no se debe a inclinaciones sexuales, sino a circunstancias estéticas. Me explico: en ese contexto histórico –recordado por su magnificencia y por haber albergado a la que suele conocerse como la época clásica de la literatura japonesa–, el quehacer poético era predominantemente femenino y cortesano, como lo demuestran las dos obras en prosa más representativas de entonces: el Romance de Genji, de Murasaki Shikibu, y El libro de la almohada, de Sei Shônagon. En esta ocasión, lo que digo se debe a la lectura de este último, que el público hispanoamericano puede conocer en la primera versión completa en nuestro idioma gracias a la labor de la traductora Amalia Sato, publicada por la editorial argentina Adriana Hidalgo editora.
Escrita a lo largo de la década de 990, mientras Shônagon desempeñaba sus labores como una de las ayudantes favoritas de la emperatriz Sadako, esta obra representa para mí un tipo de literatura que, por ser diferente a la que púdicamente practico, me resulta irresistiblemente fascinante. Una literatura hecha de cosas pequeñas, de acontecimientos y observaciones sin importancia; una escritura que me atrae muchísimo y que sin embargo, debido a algunas características esenciales de mi personalidad (la vergüenza perenne, el temor a causar bostezos y la renuencia a contar aspectos privados de mi vida ordinaria por la certeza de que a nadie le importan), no me atrevería a realizar. Un ejemplo: no atino a decir si me maravilló o me exasperó encontrarme a cada paso con fragmentos que, mezcla de poesía cotidiana, contemplación frívola y trivialidad absoluta, dicen cosas como la siguiente (fragmento 31): “El Séptimo Mes, de fieros vientos y chaparrones fuertes, hace casi frío y no me molesto en cargar un abanico. Entonces, me gusta dormir una siesta cubriéndome con ropas que tengan un tenue olor a transpiración”. Desconcertante, ¿no? Pienso que difícilmente me atrevería a escribir ese tipo de cosas en un libro. No obstante, recuerdo que conforme pasé las hojas y descubrí más fragmentos parecidos, experimenté una indignación admirativa, un deseo de ser como Shônagon, de poder escribir así, de vivir en el periodo de Heian como una dama palaciega, de adscribirme a esa manera tan peculiar de hacer literatura que ella representa.
Pero ¿cuál es esa manera? En la tradición occidental, puede decirse que El libro de la almohada pertenece a cierta familia literaria que renuncia a la unidad y linealidad textual, que huye de esa pretensión novelística que desea construir, a partir de los hechos sueltos e inconexos de la vida, una narrativa o historia cohesionada, presumiblemente importante. Pertenece a un rebelde clan literario compuesto por el género de los diarios íntimos y por ciertos libros inclasificables, misceláneos y fragmentarios (pienso en Opium, de Jean Cocteau) que oscilan entre la narración, el ensayo breve, el relato de anécdotas y sueños, la confesión, la broma y el aforismo. Libros y autores en los que me gusta ver (sin que importe mucho comprobar si esa es la idea que en verdad los motiva) la siguiente postura literaria y vital: dado que la vida es simplemente un lapso de conciencia durante el cual ocurren determinadas cosas (algunas previsibles, otras no; algunas interesantes, muchas no), la literatura puede tomar el mismo camino disperso, fragmentario e incoherente que sigue la existencia y manifestarse de igual manera: regodeándose en su iridiscente futilidad, rescatando determinado acontecimiento evanescente, cierta preferencia extraña como esa de tomar la siesta envueltos en ropas levemente transpiradas, confiando en que las verdaderas maravillas se encuentran en lo que, por común y omnipresente, suele olvidarse. Dice Shônagon (fragmento 92): “Fécula de arroz mezclada con agua. Sé que es un asunto muy vulgar y que todos se disgustarán porque lo menciono. Pero lo hago igual, de hecho me siento con libertad de incluir todo, incluso las tenazas para las fogatas de despedida de las almas. Después de todo, estos objetos existen y todos los conocen”. Y también: “Aunque no haya novedades en esto, es algo encantador. Después de todo, ¿debe cansarse la gente de los cerezos porque florecen cada primavera?” (fragmento 26).
Si pudiera definir a El libro de la almohada con base en mi experiencia de lector, diría que se trata de una obra que, más allá de dejar anécdotas o ideas en mi memoria, despertó en mí un estado de ánimo extremadamente sensorial. Eso se debe, supongo, a la sensibilidad plástica de Shônagon (observando a la emperatriz, dice de ella: “era de una belleza que había visto en las pinturas pero no en la vida real; era como un sueño”), y a la atención que le presta a los olores, a la textura del papel y las telas, a la manera en que se debe doblar una carta, a la atmósfera exquisita de su entorno palaciego, un mundo de jardines, incienso, cancilleres, flores, modales y movimientos delicados, un mundo, en fin, donde la gente distinguida habla en su cotidianidad parafraseando antiguos poemas chinos que tratan de lunas llenas sobre bosques silenciosos y cosas similares.
Si me empeñara en definirlo a través de sus características formales y de su posible inclusión en algún cajón de los géneros literarios (empeño fútil, pero apasionante), diría que se lee como un diario íntimo, pero que difiere de ese género porque no todas las entradas tienen una referencia calendárica, lo cual le otorga una atmósfera de intemporalidad al texto. Algunos fragmentos pueden ser disfrutados como cuentos perfectos, o como ensayos que coinciden con la mejor y más lúdica tradición ensayística que Montaigne cristalizó en Occidente en el siglo XVI, lo cual es en realidad un contrasentido, pues Shônagon fue pionera, en el siglo X, de un género típico de la literatura japonesa: el zuihitsui, que es, afirma Amalia Sato, “el ensayo fugaz y digresivo, literalmente ´al correr del pincel´[…] carente de una orientación predeterminada; una dispersión del sujeto en fragmentos”. Sin embargo, como recurso formal, lo que más llama la atención son sus extrañas y bellísimas listas, esos catálogos poéticos que, en su breve enumeración de determinadas cosas, contienen hallazgos inusitados, asociaciones extrañísimas, imágenes indelebles. Un ejemplo: en su mención de lo que considera “Cosas sórdidas” (fragmento 101), Shônagon enlista: “El revés de un bordado. El interior de la oreja de un gato. Crías de ratón, todavía sin pelo, que salen retorciéndose de su guarida. Las junturas de un abrigo que no han sido todavía cosidas. La oscuridad en un lugar que da la sensación de no estar demasiado limpio. Una mujer poco atractiva que cuida a muchos niños”. No creo exagerar si afirmo que ese catálogo, por su rareza y precisión indefinida, puede leerse como un poema delicioso.
Y a propósito de listas, para terminar mi texto, quiero enlistar algunas que el público, si se anima a leer El libro de almohada, encontrará: catálogo de cosas raras, de cosas que pierden (y que ganan) al ser pintadas, cosas vergonzosas, cosas dignas de verse, cosas que caen del cielo, cosas que deberían ser de gran tamaño, cosas presuntuosas, cosas que deberían ser reducidas, lista de personas que parecen sufrir, de personas que parecen complacidas, de cosas que han perdido su poder, de cosas que aunque lejanas son próximas.
Definitivamente El libro de la almohada está en mi lista de obras que merecen la pena recomendar y, de vez en cuando, revisitar para mantener la sorpresa de lo ordinario y lo delicado.

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