Una propuesta política
En México hemos tenido un remedo de imperio, un remedo de revolución y ahora un remedo de democracia. Pero siguiendo al gran economista Amartya Sen (“How to Judge Globalism”, The American Prospect, Invierno 2002, pp. A2-A6, artículo que a su vez se refiere a un desarrollo especial de la teoría de juegos desarrollada por John Nash llamada, justamente, el equilibrio de Nash) un arreglo social como la imperfecta democracia que tenemos no debería desecharse sin antes ver que puede mejorar. Sen da un ejemplo: no porque el matrimonio haya sido muy desventajoso para las mujeres, debería cancelarse. Antes habría que ver si hay algún arreglo que lo haga justo para las partes involucradas. Así mismo, los costos de mirar hacia otro sistema social pueden ser mucho más grandes que tratar de arreglar el sistema que tenemos. Pero ¿cuál sería el arreglo que pudiera tener este sistema?
Ninguna democracia es perfecta, pero es el mejor sistema que las personas han desarrollado basado en la convivencia civilizada y en la garantía de los derechos humanos y en las libertades. Es, además, un sistema dinámico porque es perfectible. En ese sentido, es apropiado un diagnóstico sobre qué es lo que tenemos, cuáles son sus carencias principales y cuáles son los arreglos urgentes que se le pueden hacer para avanzar a una nueva etapa.
No soy yo quien haga ese diagnóstico, pero puedo decir lo siguiente. Pasamos de un sistema muy autoritario en donde un solo partido, el PRI, dominaba la escena política nacional. Ese sistema se basaba en la prebenda y la represión, en el control de los derechos humanos y en la limitación de las libertades. El avance respecto a eso consistió en la libertad de participar en los asuntos públicos, en el surgimiento de nuevos partidos y en la posibilidad de la alternancia. No quiere decir que esa nueva etapa haya superado las características de la etapa anterior, autoritaria, y el regreso del PRI lo demuestra palmariamente, pero ahora muchos de los íconos del autoritarismo, como lo intocable del presidente, han quedado en el pasado. La sociedad, a través de los medios de comunicación (incluye aquí a las redes sociales) tiene muy acotada, por lo menos, la fama pública de los altos políticos.
Siendo la democracia mexicana un juego de múltiples fuerzas políticas, ha habido un reacomodo hacia los intereses de grupo, el arreglo en las alturas, el beneficio de los participantes en la política, en una palabra, el secuestro de la democracia por un puñado de partidos (diez en el caso de México) dominado, a su vez, por un puñado de personas, todos ellos con intereses muy mezquinos, de grupo si no es que francamente personales.
Arreglos y reformas ha habido a montón, pero ninguna de ellos, si usted se fija, ha incluido el dinero. Al igual que en el caso del crimen organizado, el desastre político, la corrupción, el secuestro del país por una casta nueva a la que aquí llamamos la clase política, no habrá avance si no se le sigue la ruta al dinero. Este año, la política del país (INE, Congreso de la Unión, partidos, elecciones…) costará 32 mil 221 millones de pesos, lo que significan 88 millones de pesos diarios, dinero que pagaremos los mexicanos a una cuota de 268 pesos por persona (incluyendo a todos los 120 millones de habitantes).
Como son los diputados y senadores lo que ha aprobado ese monto fabuloso de más de 32 mil millones de pesos, la parte que le han asignado a sus partidos políticos es nada menos que alrededor de 4 mil millones de pesos. Algunos partidos, como el PAN, El PRI y el PRD están en manos de una casta política muy bien organizada que aparentemente se enfrenta entre sí, todo con el afán de mantener una fingida competencia cuando la realidad es que ellos se reparten los dineros del país sin el más mínimo asomo, ya no de responsabilidad social, sino ni siquiera de empatía con un pueblo del que la mitad (cerca de 60 millones de personas) están inmersas en la pobreza. Otros partidos, como el Verde, son mafias familiares que han encontrado en el dinero público una mina de oro inagotable.
La actuación de la clase política es contraria a los intereses del pueblo de México. El sistema de financiamiento público y de corrupción ha llevado a la erosión de las obligaciones básicas que debe tener todo estado para seguir siendo estado: la protección de los ciudadanos (la seguridad pública) y la impartición de justicia (que no prevalezca la impunidad). Abdicar de esas obligaciones ha llevado al florecimiento del crimen organizado, a la delincuencia de todo tipo y a la corrupción, un coctel muy explosivo que ha hecho posible hechos como los de San Fernando, Tamaulipas y de Ayotzinapa, Guerrero.
Es posible que seamos una mayoría de mexicanos los que queremos cambiar este estado de cosas, pero la clase política tiene secuestrado al estado. Quienes tienen que acabar con este estado de privilegios son, precisamente, los privilegiados del estado. Estamos en un círculo vicioso porque ellos, los políticos nuca cambiarán por su propia iniciativa ese estado de cosas que tanto los beneficia, que beneficia a los medios de comunicación y a los poderosos grupos económicos que han alineado las reglas del mercado para que los beneficie en detrimento del pueblo.
Hay muchos políticos que tienen una auténtica convicción de que las cosas deben cambiar, pero el sistema está organizado para excluir a los que no se alineen con el estado de cosas existentes. Muchos de esos políticos quisieran regresarle a la política su connotación clásica: como la manera de llegar a acuerdos pacíficos y civilizados entre intereses encontrados. Ese carácter de la política es lo que la clase política mexicana ha desvirtuado, y que urge rescatar.
La desesperación puede llevar a la creencia de que una revolución es el camino para reencausar a la nación, pero la verdad es que no. Todos podemos saber cuándo empieza una revolución, pero nadie sabe dónde va a terminar. Y la verdad es que hasta aquí solamente han sustituido a unos privilegiados por otros.
El camino que yo propongo uno ajustado al ritmo de vida actual, en que muy pocas personas se sienten inclinadas a comprometerse en misiones sociales. Empecemos por reconocernos como parte de un movimiento informal, no orgánico, que cumple tareas básicas que tengan como propósito subir el costo de la política de privilegios que ahora prevalece.
La primera medida que propongo es que difundamos la idea de que el día de las elecciones vayamos a las urnas a anular la boleta electoral poniendo una leyenda que diga: “fin al subsidio público a los partidos políticos”. Si simplemente dejamos de ir a las urnas, se le facilitan las cosas a los partidos porque los pocos que votan legitiman la elección. Como no tenemos ningún otro mecanismo, hagámosles saber que estamos inconformes. Después podemos planear acciones de resistencia civil pacífica que eleve el costo de los privilegios. Estos mecanismos pueden parecer muy modestos, pero son en realidad muy poderosos si los propósitos de quien haga esto no sea tomar el poder.