Los que nacimos en 1957, hace 60 años, sabemos que hemos arribado al futuro porque recibimos las siguientes señales: 1) Niel Armstrong pisó la luna, cumpliendo de un cierto modo el sueño de generaciones y generaciones de poetas y enamorados; 2) Ya llegó y ya pasó el 1984 de George Orwell; 3) Llegó el año 2000 y no se cumplió la colonización de Marte que nos contaron las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury; 4) Las máquinas todavía no terminan de apoderarse del mundo, como lo pronosticó James Cameron en The Terminator, la película protagonizada por  Arnold Schwarzenegger, Linda Hamilton y Michael Biehn, y 5) Por fin, después de cien años de no hacerlo, los Osos de Chicago ganan la Serie Mundial de béisbol, como lo pronosticaron Steven Spielberg, Robert Zemeckis  y Bob Gale en Volver al Futuro, la trilogía protagonizada por Michael J. Fox (Marty McFly) y Christopher Lloyd (el Doc Emmett L. Brown).

Los nacidos en 1957 (y sus alrededores) fuimos (cosa ineludible del materialismo histórico) revolucionarios marxistas-leninistas hasta que fue evidente que las burocracias soviéticas (y esto vale también para las dictaduras tropicales que han asolado a los países pobres con el pretexto de “redimir” a los trabajadores de la explotación) trabajaban para su propio beneficio. Muchos de esa generación, caído el Muro de Berlín, se extraviaron en el populismo, el estatismo, el nacionalismo dizque revolucionario y en versiones de lucha que podríamos calificar de modernos como el indigenismo, el feminismo y el marginalismo en general. Pocas, muy pocas personas revaloramos lo que siempre despreciamos, pero que era –sin que lo percibiéramos así– lo mejor que había creado la humanidad: la democracia liberal, el respeto a los derechos humanos y, en fin, la libertad.

También la relación con Dios se modificó profundamente en esa generación. Siendo ateos supuestamente irredentos, muchos de ellos terminaron yendo a misa los domingos para revalorar la parte espiritual, que siempre habían despreciado. Muy pocos se mantuvieron en sus reales, fieles al materialismo dialéctico y otros, como yo, se detuvieron en los umbrales. ¿Existe Dios? Ni cómo saberlo. Puede ser que sí, pero la ciencia pesa y hay quienes necesitamos evidencias. Pero la ciencia no lo es todo y es probable que al final de cuentas haya una fuerza superior a nosotros que nos antecede y nos gobierna. En última instancia tanto orden, tanta grandeza y un caos tan sistemático (para usar un inédito oxímoron) no pueden ser producto de la generación espontánea. Lo que haya después de la muerte es el misterio mayor. ¿Deviene la reseca parca en polvo de la nada o hay un alma que se trasmuta en otras y desconocidas formas de vida o, al menos, de conciencia? Hay, sin embargo, un consuelo para nosotros los escépticos: si Dios existe debe ser tan grande y tan poderoso que no creo que necesite de mí, ni de cierto comportamiento mío ni creo que pierda su tiempo fiscalizando mis actos. El corolario de este planteamiento es que si existe algo después de la muerte, el acceso a ese estado no depende ni remotamente de nuestro comportamiento.

Nuestro comportamiento en este mundo debe ser premiado o castigado con justicia aquí en este mundo, y esto nos lleva a la sociedad que tenemos y la que queremos los de la generación de 1957 (y sus alrededores). Pocos miembros de esa generación valoran el sistema democrático liberal. Pero no hay que juzgarlos con dureza porque no saben lo que hacen, y eso que no saben, lo hacen de buena fe, aunque no todos. Por lo menos yo estoy convencido de que el futuro previsible de la humanidad será transitado de una mejor manera si nos damos, y perfeccionamos, un sistema democrático de libertades, un sistema de impartición de justicia que termine con la impunidad, la corrupción, el crimen y el abuso, y un sistema de justicia social que termine con la pobreza, que supere el atraso y proteja el medio ambiente.

Hay un tema que me preocupa profundamente. No creo ser el único que se preocupa (la Unicef ha hecho mucho al respecto), pero yo propongo que, independientemente de los derroteros del mundo, México debe privilegiar y proteger en todos los sentidos a la niñez. Tres cosas debemos hacer de manera urgente. Una, decretar pena de muerte a los violadores de niños y niñas; dos, dar cadena perpetua con trabajos forzados a los que maltraten y trafiquen con infantes, y tres, dedicar todos los recursos necesarios (creo que de entrada podría ser una tercera parte del presupuesto público de todos los niveles de gobierno aplicándolo de manera muy directa y con la mínima burocracia posible) para dar a los niños alimentación, salud, educación y recreación de altísima calidad.

Rubí me ha dado lo más grandioso de la vida (además de su propia vida): al Alex, mi hijo amado. Y el Alex, a su vez, me ha dado tres tesoros inmensos: la Jana, la Lizzy y la Frida, mis nietas adoradas.

La propuesta que hago, de privilegiar a la niñez, de crear una República de la Infancia en México, se inspira en ellas. Sus sonrisas, su felicidad, me convencen cada día de que ningún esfuerzo es suficiente para construirles, valga la reminiscencia, un mundo feliz.

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