El mundo ha sufrido una vulgarización de tal magnitud que la inmensa mayoría ha sustituido el buen hablar y buen escribir en una jerga tal que uno tiene que hacer un esfuerzo para “interpretar” lo que se quiere decir. El descalabro del español se profundiza cada día formándose en el mundo una élite de personas cultas o muy cultas y una enorme masa de personas que en el mejor de los casos creen escribir lo que piensan. El asunto no es nuevo porque Julio Cortazar (que falleció en 1984) tuvo un diálogo muy ilustrativo sobre lo que él mismo llamó “la coma, esa puerta giratoria del pensamiento”. En ese diálogo, Cortazar propuso esta frase: “Si el hombre supiera realmente el valor que tiene la mujer andaría en cuatro patas en su búsqueda” y acto seguido le pregunta dónde pondría la coma… Él mismo se responde: si yo fuera mujer –dice–, pondría la coma después de “mujer” y entonces quien andaría en cuatro patas sería el hombre. Note usted que si la coma se pusiera después de “tiene”, quien andaría en cuatro patas sería la mujer.
Lo que generó ese diálogo fue, seguramente, la preocupación por el español, pero la cosa ha llegado a niveles alarmantes. Si alguien escribe que “ay tamales”, uno tiene que entender que esa persona no está exclamando, sino que está anunciado la disponibilidad ese alimento.
Al lenguaje le ha pasado lo que les pasó a los paseos de los ricos en los tiempos de Porfirio Díaz. En esos años, la Alameda central de la Ciudad de México era su paseo. Como los pobres se apoderaron de ella, tuvieron que emigrar a Chapultepec. El avance de los pobres continuó y los ricos se fueron a los malls. Ese bastión duró muy poco y ahora se tienen que ir los domingos a Houston.
La masificación, para un espíritu liberal, tiene su encanto porque democratiza al mundo, pero no se puede negar que se tiene que lidiar con la rebelión de los imbéciles, de la que hablaba Umberto Eco. “El drama del internet –decía– es que ha promovido al tonto del pueblo como el portador de la verdad y ahora tiene el mismo derecho a hablar que un Premio Nobel”.
Lo mismo le ha pasado al mundo de la política. Si alguien quiere tener una conversación donde se diriman las diferencias con argumentos, pronto va a sufrir una decepción porque lo que recibirá será slogans o, en el peor escenario, una retahíla de insultos y descalificaciones. Entre ellos mismos se tratan de locos, rateros, corruptos, populistas, neoliberales…. Y no vaya usted a creer que eso hacen solamente los de abajo, los militantes o acarreados. Gente incluso que se supone bien educada cae en actitudes propias de la cantina (con perdón de las cantinas, que las hay muy buenas), verificando esa frase que hace tantos siglos acuñó Francoise de la Rochefocault (1613-1680): “Un espíritu partidario traiciona la grandeza para actuar tan medianamente como la vulgar manada”.
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