Empezaré con el caso que mejor conozco. El 9 de diciembre de 2005, Televisa y TV Azteca transmitieron, supuestamente en vivo, la captura de Israel Vallarta y Florence Cassez, acusados de haber secuestrado a tres personas. Meses más tarde, la investigación de Yuli García, del equipo de Denise Maerker, terminaría por demostrar que todas esas horas en pantalla fueron un montaje orquestado por la Policía en complicidad con los medios. Pero ahora quiero detenerme en un punto específico: el momento en el que, tanto los reporteros sobre el terreno como los agentes de la Policía, muestran ante las cámaras, con orgullo, el arsenal de armas empleadas por los peligrosos criminales: todas ellas, por seguro, de uso exclusivo del Ejército, Armada y Fuerza Aérea.
Unos años más tarde, entre 2009 y 2011, cuando la presión del presidente Nicolas Sarkozy para tratar de que Florence Cassez purgara su condena en Francia provocó que el Gobierno mexicano hiciera todo cuando estuviese en su poder para demostrar su culpabilidad -y ese todo implicaba cualquier maniobra al margen de la ley-, dos hermanos y tres sobrinos de Israel Vallarta fueron arrestados y acusados, a su vez, de secuestro y crimen organizado. Al igual que Israel en su momento, fueron torturados y obligados a declararse culpables. Y, por supuesto, las únicas pruebas que la Policía presentó contra ellos fueron las armas de uso exclusivo del Ejército que afirmaron haber hallado en su posesión.
A la libertad de Florence en 2013 por la Suprema Corte de Justicia, en virtud de las infinitas irregularidades en el proceso -y el “efecto corruptor” provocado por el montaje-, le siguieron en 2016 las exoneraciones de un hermano y dos sobrinos de Israel de los delitos de secuestro y crimen organizado. En cambio, el magistrado que resolvió sus casos mantuvo la condena por posesión de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército: dado que llevaban 6 años en prisión, y la pena por este delito era de 5, el juzgador no se atrevió a modificarla.
En todos estos casos, las armas fueron lo que he dado en llamar “la utilería del crimen”. Hoy sabemos, sin lugar a dudas, que ninguna de estas veces los presuntos delincuentes portaban estas armas: fue una y otra vez la Policía quien se las colocó para acentuar su culpabilidad. El caso de Florence Cassez y la familia Vallarta es excepcional por la cobertura mediática que recibió a raíz de la nacionalidad francesa de la primera -y el conflicto diplomático subsecuente-, pero al mismo tiempo es representativo de la ineficacia y corrupción de nuestro sistema de justicia y de los modos de actuar habituales de nuestras Policías.
Por ello resulta tan grave -y tan irresponsable- que el Congreso de la Unión, con mayoría absoluta de Morena, haya aprobado la reforma constitucional que establece prisión preventiva oficiosa para toda una serie de delitos, calificados ahora como graves, entre los que se encuentra justamente la posesión de arma de fuego de uso exclusivo del Ejército. Semejante reforma no hace otra cosa que volvernos a todos vulnerables a ingresar en prisión en cualquier momento: basta que un policía nos detenga y nos siembre un arma -como acostumbran en miles de casos- para que no haya otro remedio que condenarnos a la prisión preventiva oficiosa, sin capacidad para enfrentar una acusación en libertad.
Sorprende la ceguera de nuestros legisladores, que piensan que con ello contribuyen a combatir el crimen: en vez de ello, exacerban las posibilidades de que inocentes -y, sobre todo inocentes sin recursos y sin poder- terminen de inmediato en la cárcel por una reforma que no parece haber entendido cuál es el modus operandi de nuestros cuerpos policíacos. Si la prisión preventiva oficiosa es ya muy cuestionable en otros delitos -puesto que atenta manifiestamente contra la presunción de inocencia-, en el caso de la posesión de armas prohibidas representa una terrible amenaza para todos los ciudadanos.
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