Escribo para hacer eco del artículo de José Antonio Aguilar Rivera publicado en la revista Nexos de este mes. Es una denuncia, más triste que rabiosa, de la agresión que sufre una ejemplar institución pública de educación superior. El Centro de Investigación y Docencia Económicas ha sido, sin duda, uno de los espacios académicos en ciencias sociales más valiosos del país. Una escuela que ha formado generaciones brillantes de politólogos, internacionalistas, economistas y abogados. Una institución que ha tenido el tino de atraer a los mejores académicos en estas ramas. Un centro universitario que se ha convertido en un foro de discusiones rigurosas y socialmente pertinentes. Un espacio público discreto que ha hecho enormes aportaciones a la comprensión de nuestra realidad, sin dejar de ofrecer alternativas para el cambio. Bajo ningún concepto puede decirse que es una institución monocolor. Sería absurdo tildarla de neoliberal. Su planta de profesores, sus publicaciones, sus actividades académicas dan cuenta de la diversidad de enfoques, perspectivas y orientaciones. Ideológicamente diverso, lo que lo ha cohesionado es su rigor académico. Una escuela exigente con sus alumnos y sus profesores que, al mismo tiempo, ha sido innovadora en sus criterios de inclusión. Un ejemplo para las instituciones de educación superior en el país.

Era también una muestra exitosa de la vieja y admirable vocación cultural del Estado mexicano. No un órgano del adoctrinamiento, sino escuela con vocación de contemporaneidad que apuesta para México por una educación rigurosa, abierta a la pluralidad y decidida a la inclusión. “Por años”, dice Aguilar Rivera, “(el CIDE) había sido la envidia de propios y extraños, que veían en él una muestra de lo que una institución pública podía ser si contaba con la voluntad del Estado. Es un inusual caso de éxito de lo público”. Su facultad, sus egresados, sus publicaciones, sus foros son muestra de ello. El hostigamiento presupuestario puede ser el golpe de muerte de esta valiosa institución educativa. No podrán emprenderse los proyectos que, en estos últimos años, lo colocaron en el centro del debate público. No podrá ofrecer una educación de calidad a los jóvenes que, de todas partes del país, llegan ahí para tener una oportunidad que difícilmente podrían encontrar en otro lado. Será incapaz de atraer a los profesores con ideas frescas que se forman en las mejores instituciones del mundo. Dejará escapar a sus investigadores, perderá el talento que lo ha hecho brillar.

La agonía del CIDE no es, por supuesto, un caso aislado. Es muestra de una amplia devastación institucional que está golpeando con especial severidad a la ciencia, a los servicios médicos y a la cultura. Más de tres mil investigadores de los Centros Públicos de Investigación han advertido las consecuencias de las crueles y absurdas medidas de austeridad del gobierno federal. Un investigador necesitará la autorización ¡del presidente de la República! para asistir a un congreso académico que se celebre en el extranjero. De acuerdo a una orden del CONACYT, estará prohibido cargar los celulares en los centros de trabajo y usar cafeteras eléctricas. Desde luego, nada de aire acondicionado, aunque se trabaje en Veracruz. Según se advierte en la carta de los científicos de las más diversas especialidades, antes del fin de año pueden colapsarse un número importante de estos centros de investigación dedicados al estudio de enfermedades, a la mitigación de los efectos del cambio climático, a la generación de energías limpias. El impacto no se ha hecho esperar. El doctor José Sarukhán decía en una entrevista radiofónica reciente que la CONABIO, la Comisión Nacional para el Conocimiento y Uso de la Biodiversidad, reportaba los incendios en el país desde 1998, pero hace un mes llegaron los recortes. La CONABIO perdió el internet de alta velocidad. Estamos perdiendo ojos.

Regreso al texto de Aguilar Rivera de Nexos. Lo que el país pierde con el abandono y el hostigamiento de las instituciones académicas y científicas es enorme. Las secuelas serán terribles y duraderas. “Las instituciones públicas son frágiles. Son árboles sujetos a los azares de los incendios y las sequías, a los vaivenes e inconstancias de la política. Un árbol centenario puede ser talado en minutos”.

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