Este artículo fue publicado originalmente en CRÓNICA SONORA el 6 de noviembre de 2018. Lo re-publico aquí con motivo del reciente fallecimiento de José José.

Nuestro país, como dice ese gran filósofo llamado José José, ha rodado de aquí para allá y ha sido de todo y sin medida. Ha sido colonia española, imperio, república, dictadura, país revolucionario, agrarista, desarrollista, populista, keynesiano, neoliberal y ahora quién sabe qué. A pesar de esa gran variedad de modelos sociales, el país sigue siendo el mismo de siempre porque tiene una especie de resiliencia que hace que todo siga igual a pesar de gritos y sombrerazos. No hay proyecto, por maravilloso que sea, ni tragedia catastrófica, que no terminen en nada. Si Dios padre en persona viniera a México (cosa muy improbable) e instaurara su propio proyecto de desarrollo, bastaría un sexenio para ver las señales del fracaso. En este sentido, todas las corrientes políticas tienen derecho, no a impulsar sus propios proyectos, sino a demostrar que también pueden fracasar, que no hay propuesta que no naufrague en las aguas heladas de ese barroquismo nacional que hace que todo sea fatuo fuego de artificio.

Todos los gobiernos, por lo menos desde Lázaro Cárdenas para acá, han despertado grandes ilusiones entre el pueblo mexicano. Pero esas esperanzas se han desvanecido pronto ante el empuje de las barreras culturales que nos hacen refractarios al progreso, de las medidas equivocadas (algunas francamente estrambóticas) y de la tremenda corrupción con la que la clase política ha saqueado alegremente al país.

Estoy convencido de que el gobierno de la cuarta transformación está movido por la buena fe y por un espíritu transformador. Palpo que su auténtico deseo es que México supere los vicios y las inercias del pasado y quiere reconstruir su tejido social, tan deteriorado. Yo, que suelo estremecerme poco, me estremezco de solo pensar que al final del sexenio estemos una vez más lamentando el predominio de esa ley de hierro que dice que no hay proyecto nacional, por maravilloso que sea, que no termine en fracaso.

¿Por qué habría de terminar en fracaso un proyecto en el que han participado con tanta emoción y como nunca tantos millones de personas? Por dos razones, según lo veo yo. La primera es porque a ese barco se han subido muchos vividores, personajes que por décadas han navegado en las procelosas aguas de la corrupción, la componenda, el autoritarismo, el fraude y el servilismo, especialistas en adaptarse y hasta parecer auténticos si así lo exigen sus intereses. No doy la lista nada más para ahorrar espacio, pero estoy seguro que todos saben quiénes son. La segunda razón por la que puede fracasar el proyecto será por los errores que pueden cometer.

Hasta donde entiendo, la cuarta transformación se puede resumir en dos objetivos generales: uno, la reconstrucción del estado de derecho (básicamente el fin de la impunidad y de la corrupción, la seguridad, la austeridad republicana y la confianza en las instituciones); y dos, la transformación de las bases de la economía para que el país, además de adaptarse y participar en las transformaciones que están en curso a nivel global, construya una sociedad más justa que ponga fin a la pobreza y a la extrema desigualdad que laceran a la nación desde siempre.

Me voy a referir solamente al problema de la pobreza. El error que percibo es que el gobierno de la cuarta transformación cree que se hace justicia social repartiendo dinero. Esos programas han existido por décadas y nunca han sacado a nadie de la pobreza. Lo que sí han producido son incentivos perversos que la refuerzan.

Vea usted: se quiere apoyar a 2.3 millones de jóvenes, a 8 millones de ancianos, a 6 millones de discapacitados y a cerca de 5 millones de estudiantes. Todos esos apoyos tendrán un costo aproximado de casi 400 mil millones de pesos al año, pero cuando termine el sexenio y llegue un gobierno que no valore tanto esas políticas, esos desamparados volverán a ser tan desamparados como antes.

Yo me pregunto por qué no se diseña un único proyecto contra la pobreza y se desaparecen los más de 6500 programas asistencialistas que ahora operan y se liberan recursos, para financiarlo, transformando profundamente la administración pública, como corresponde a una verdadera transformación.

El proyecto contra la pobreza podría ser una política de Estado que consista en dar a todos los niños y adolescentes de México (desde la gestación hasta los dieciocho años), primero, alimentación abundante, saludable y nutritiva; segundo, educación de calidad para formar seres humanos libres, solidarios, críticos y competitivos, y tercero, salud integral. Eso permitirá atender el aspecto coyuntural porque las familias más pobres recibirán un subsidio directo que no podría ser superado por ningún otro, la alimentación de los hijos; también permitirá enfrentar el aspecto estructural de la pobreza porque en veinte años tendremos generaciones de personas libres en pleno uso de sus facultades físicas y mentales (de lo contrario, tendremos millones de débiles mentales, incapaces de competir, de colaborar e incluso de imaginar un mundo mejor, formados por la desnutrición que afecta a muchos millones de niños actualmente). La propuesta completa para acabar con la pobreza, con eje en los niños y adolescentes de México, la puede leer en:http://vicamswitch.mx/edicionimpresa/.

Mientras esto sucede, el país podría dedicar los pocos recursos que tiene a la construcción de infraestructura para el desarrollo: carreteras, ferrocarriles, presas, puertos y aeropuertos, parques industriales y el embellecimiento de pueblos, ciudades y rancherías…

Desde luego que hay un problema muy grande: ¿de dónde va a salir el dinero? Porque tiene que salir de algún lado, incluso para financiar las políticas erradas. Veo dos fuentes de recursos. Una podría ser la tan pospuesta reforma tributaria, una que evite y penalice la evasión fiscal, que reduzca el costo recaudatorio y que de más eficiencia al sistema. En este último sentido, se trataría de eliminar aspectos que solamente benefician a los más ricos, como las deducciones, exenciones, tasas cero y diferenciales, así como el burocratismo que todos padecemos. Hasta donde veo el asunto, la reforma fiscal debería simplificar el sistema reduciendo todos los impuestos existentes a tres: un IVA generalizado (puede ser del 10 o 12 por ciento), un ISR reducido con un deducible que apoye a los pequeños contribuyentes o estimule la generación de empleos y un conjunto de impuestos municipales (multas, predial, tenencia, a la gasolina, etc.) para financiar el desarrollo local.

La otra fuente de recursos para financiar el proyecto puede ser la restructuración del Estado. Hay aquí al menos dos áreas sustanciales cuya reforma ahorraría dinero del presupuesto federal. Una es la reducción drástica de los organismos autónomos como el INE (reducir la burocracia y eliminar el financiamiento a los partidos políticos), las comisiones de todo tipo y el congreso federal. Respecto a esto último, se puede reducir el congreso a 101 diputados y 32 senadores. La otra área de restructuración del Estado es la administración pública federal, que tiene gastos injustificables, como el de publicidad, y de gran dispendio, como el de las compras gubernamentales. También el número de secretarías de estado es innecesario; se podrían dejar solamente cinco y sería suficiente: Gobernación, Relaciones Exteriores, Hacienda y Crédito Público, Desarrollo Social y Defensa Nacional.

Miguel Hidalgo no hubiera podido emprender la primera transformación sin arriesgar la vida (ya ve usted que al final lo fusilaron en Acatita de Baján y su cabeza fue exhibida en una de las esquinas altas de la Alhóndiga de Granaditas, en Guanajuato) y sin embarcar a México en una larga guerra interna y externa; Benito Juárez no hubiera podido llevar a cabo la segunda transformación sin la separación drástica del Estado y la iglesia y sin defender al país de la invasión extranjera; Francisco I. Madero emprendió la tercera transformación no sin meter al país en una larga y sangrienta revolución. Lo radical aquí, para fortuna nuestra, no es la guerra o la paz, sino la amplitud y profundidad de las medidas tomadas. La cuarta transformación demostrará que hemos sido de todo y sin medida para terminar siendo nada, si no hace las cosas radicalmente distintas a como se han hecho hasta aquí.

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