La evasión fiscal se ha convertido en una práctica en extremo extendida. Todos evaden impuestos… si pueden, pero el caso es que todos pueden. Evaden impuestos desde el pequeño comerciante informal de la calle hasta la más grande corporación. Los pequeños evasores (si acaso están registrados en el SAT) compran facturas falsas en el robusto mercado creado a propósito, pero la inmensa mayoría (los informales) ni siquiera están registrados como comerciantes, mucho menos como contribuyentes.
Las grandes empresas gastan millones de pesos en expertos que buscan hasta los más inverosímiles resquicios para evadir… y los encuentran. Los montos de dinero evadido son estratosféricos. Este es también un gran negocio, no solamente para las empresas, sino para ese robusto mercado de “expertos” en el fino arte de no cumplir las obligaciones fiscales.
Pero también la autoridad ha sido omisa, si no es que francamente corrupta en esa feria del todos ganan, menos el Estado. El desarreglo en el sistema fiscal (porosidad, dispersión, deducciones, condonaciones, tasas ceros y desniveles), así como las enredadas reglas y procedimientos para pagar, lo ha creado la autoridad. El mismo Congreso de la Unión, que ahora se espanta de lo que creo en el pasado, ha contribuido en mucho al desastre que hay en ese campo.
La evasión fiscal es como el crimen organizado: está fuera de control. La diferencia es que los evasores sí pueden ser metidos en cintura, no como los criminales-criminales. Para eso se aprobó la ley anti facturas falsas, para ser el instrumento con el que se frene esa sanfrancia de la evasión-corrupción. Se puede decir que, a grandes males, grandes remedios.
Sin embargo, el sector privado (léase, las cúpulas del sector empresarial) y la oposición (PRI, PAN y PRD) se han inconformado con la ley porque dicen, abre la puerta al terrorismo fiscal.
La ley, efectivamente, le da a la autoridad un elevado nivel de discrecionalidad. El Presidente no debería vulgarizar los reclamos diciendo que “están en favor de las facturas falsas” porque una parte de los reclamos están plenamente justificados.
Como el delito se equiparó al crimen organizado, se traslada de la ley anti crimen la figura de extinción de dominio de manera automática. Imagínese que contrato un servicio y se me entrega una factura falsa. Como carezco de medios para distinguir entre falsas y legítimas (es como los billetes, se necesita experiencia e instrumentos para detectar los billetes falsos), la recibo y la entrego al SAT. La autoridad fiscal detecta la factura, llega a mi negocio y me aplica la extinción de dominio, es decir, me expropia el inmueble y, como es delito equiparado con delincuencia organizada y aplica la prisión preventiva, me mete a la cárcel en lo que se aclara el asunto.
En lo que me defiendo, gastaré dinero en abogados y procedimientos. El proceso puede durar meses o años. Supongamos que al final se me da la razón. Pero para entonces carezco de dinero, de clientes y, en una palabra, de empresa. A eso se le ha llamado terrorismo fiscal.
Como dice Enrique Quintana (Coordenadas, El Financiero del 16 de octubre 2019), “Lo que necesitamos es un punto de equilibrio en el cual la autoridad fiscal tenga los instrumentos que le permitan ejercer la autoridad necesaria, pero al mismo tiempo que los contribuyentes encuentren la protección jurídica para defenderse en caso de acciones injustas”.
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