Hace unos 26 años (allá en la Ciudad de México), mi compadre Bardomiano Galindo llevó a cabo una de esas purgas que uno le hace su librero de vez en cuando. Los libros de aquellas cuatro tablas sostenidas por ladrillos fueron sometidos a una especie de “juicios de Moscú”. Así, fueron sentenciados al destierro las obras de Marx (sólo dejó el manifiesto comunista y los manuscritos económico filosóficos de 1948), de Lenin, de Plejanov, de Bujarin, de Martov, de Althuser, de Lukacs (dejó la Dialéctica de la Concreto de Karel Kosik) y hasta las del renegado Kautsky colaron en la quema. Las de Stalin, hay que decirlo, jamás pudieron entrar en esa casa en cuya puerta se podía leer una pequeña etiqueta que anunciaba: “este hogar es trotskista”.
No sé por qué, pero hubo un autor que mereciendo los tiraderos de basura de Tulyehualco, tuvo un exilio que puede ser calificado de dorado. Se trataba de Kim Ill Sung, el por fortuna ahora muerto tirano norcoreano, fundador de toda una dinastía de dictadores peores que Pol Pot y Enver Hoxha juntos.
Una tarde a mi casa llegó mi compadre, muy sonriente como es él, con la nueva de que me traía un regalo. No me extrañó porque, generoso como es, mi compadre solía llegar con regalos con mucha frecuencia. Traía el regalo en una cajita de cartón que puso sobre la mesa. La abrí y tuve que fingir que era justamente el regalo que siempre soñé. Se trataba de las obras completas de Kim Ill Sung. Ojeamos juntos los libros ricamente empastados y vimos las ilustraciones: la cunita donde el niño Kim dormía de bebé, la nica donde meaba, la casita donde se crió, la butaca que usaba en la escuela, la pistola que usó en la revolución y la pluma con la que firmó su autonombramiento como presidente vitalicio, líder máximo, querido compañero, amado dirigente y adorado camarada.
Las obras completas de Kim Ill Sung habían sido regaladas a mi compadre en uno de los festivales internacionales de los pueblos organizados por el Partido Comunista. Cuando los coreanos regalaban esa colección en el extranjero –no la vendían, porque no había quien la comprara– lloraban fingiendo que te estaban dando una parte de su vida. Lo hacían así para evitar el riesgo de ser fusilados a su regreso a Corea, según le confesó un joven coreano a mi hermano Gerardo Valenzuela cuando fue anfitrión de esa delegación oriental.
Cuenta todavía Gerardo que los coreanos salieron del hotel, guiados por él, viendo para todos lados, admirados del dorado brillo del decadente capitalismo (cómo no, si iban por el Paseo de la Reforma), llegaron al Palacio de los Deportes (sede del festival) y de pronto los coreanos entraron en pánico: habían olvidado la gigantesca foto del adorado dirigente. Para Gerardo, que todo se le hace un polvo (como decía entonces Fernando, el Chango Ortiz), aquel era un detalle menor, pero los orientales se negaron incluso a entrar al stand si no entraba primero la foto del amado líder. Uno de los coreanos, el más joven, y Gerardo fueron comisionados para ir y regresar en taxi, fueron al hotel, recogieron la foto y, en dos horas, el mofletudo rostro del dictador estaba en una especie de altar, sonriéndoles a los visitantes.
Esa noche, habiéndose despedido mi compadre, sucedió un incidente que vino a revalorar el regalo. En medio del fragor de las actividades propias de una pareja de recién casados, una pata de la cama se quebró. Rápidamente, fui por la cajita con el regalo de mi compadre y satisfechos vimos cómo los cinco tomos ajustaron tan bien que la cama quedó firme y nivelada. Volvimos a la interrumpida actividad y reconocimos el buen servicio dado por ese producto editorial del socialismo real. Comprobamos la fortaleza de esa providencial prótesis y comentamos con alegría lo injusta que es la gente, sobre todo la de derecha, cuando asegura que las dictaduras comunistas no han hecho ningún bien al mundo…
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