Hubo un tiempo en que, como diría el filósofo de Güemes, si no eras comunista, entonces eras otra cosa. Si no lo eras, las consecuencias eran contundentes y ninguna de ellas era buena. Joel Verdugo Córdova, profesor de la Unison, lo dijo de manera muy ilustrativa: “si en los setentas no eras revolucionario, ni morrita agarrabas”.

Todos eran marxistas-leninistas, pero de allí se derivaba una infinita variedad de las más diversas especies y subespecies: había trotskistas, estalinistas, maoístas, guevaristas, castristas, eurocomunistas, bolcheviques (nadie quería ser menchevique), srafianos, gramscianos, espartacos, guerrilleros y hasta unos que se hacían llamar Los Enfermos. Mención aparte merece el estrambótico nombre de un tal Movimiento Marxista-Leninista Pensamiento Mao Tse Tung por el Sendero Luminoso de José Carlos Mariateguí, cuyo líder, Abimael Guzmán, todavía hoy está preso (lleva allí unos 25 años) en una jaula de acero para que no se escape.

Mis camaradas eran, modestamente, nomás estalinistas, aunque un tiempo fueron también maoístas y luego derivaron en una especie peor, ligada al priismo, a donde llegaba lo más granado de la malviviente clase política nacional. El sinvergüenza que los dirige, Aquiles se llama, poblano para mayores señas, anda todavía por allí tratando de chantajear a los gobernantes.

Como éramos clandestinos, nadie sabía el nombre verdadero de los demás. Hace poco me enteré del verdadero nombre de un camarada cuya solidaridad rayaba en la santidad. Rafael es hoy un encumbrado funcionario de una compañía mexicana de comunicaciones de alcances continentales. Una noche, platicando sobre la deserción de dos camaradas, Rafael miró por la ventana la tupida oscuridad de la noche, entornó los ojos, como personaje de novela soviética, y dijo que, si un día, todos los revolucionarios desertaban, él seguiría luchando solo por la revolución y el socialismo y que jamás se extraviaría vendiendo su fuerza de trabajo al capital. Ramón el Chuculi Félix y yo nos quedamos viéndolo con esa admiración que despiertan los iniciados.

Para fortuna mía, Rafael no cumplió la promesa esa de no vender su fuerza de trabajo (creo que tampoco la otra). Por aquellos años consiguió un empleo como simple obrero en la compañía de alcances continentales. Aunque su intención inicial era minar desde adentro el dominio del líder del sindicato, era tan eficiente en su trabajo que escaló y escaló hasta llegar a ser el alto funcionario que llegó a ser.

Para el espíritu asceta de Rafael, cuya frugalidad tocaba los linderos del hambre, dos ingresos eran demasiado y una ofensa en este mar de explotación, pobreza y enajenante alienación. Así que decidió darle un cauce revolucionario a la beca que recibía de la casa de estudiantes donde hasta entonces había vivido. Decidió darme a mí la beca quizá porque era el camarada que menos dinero tenía (cosa en la que no se equivocaba) y para que me dedicara a promover la revolución (cosa en la que sí se equivocó).

Como quiera, por unos meses me dediqué a promover la revuelta en las organizaciones dirigidas por los corruptos líderes del sindicalismo oficial. Como parte de mis responsabilidades revolucionarias, hacía trabajo clandestino en el sindicato de telefonistas.

En una de esas incursiones, me fui a meter al auditorio de los telefonistas, donde había una asamblea, y los guaruras de su malhechor líder, me secuestraron, me llevaron a un cuartito del sótano y el líder en persona me torturó psicológicamente. Hacía como que llamaba a un capitán del ejército para que vinieran por mí para desaparecerme. En esos tiempos de priismo profundo, la desaparición de opositores era una cosa tan cotidiana que la simple amenaza te causaba un miedo tan profundo que podía ser suficiente para que te diera un paro cardiaco.

La libré, pero unos días después, una fría mañana de diciembre, fui a dar con mis huesos a una cárcel de Naucalpan donde nadie registró mi ingreso. Mis camaradas me buscaron por todos lados (eso dijeron), pero me quedé allí todo el día y la noche en una celda atestada de presos pobrísimos acusados de robos menores, indigencia o cualquier otro delito real o inventado por esa policía, la del Estado de México, que tiene fama de corrupta en un país como México, donde la corrupción de la policía es cosa ordinaria.

Por la madrugada, cuando el frío era más intenso, los sádicos cuicos nos bañaron con el helado chorro de agua de la manguera. Después vinieron por tres presos y los sacaron de la celda. Al ratito se oían unos alaridos como si los estuvieran torturando.

Cuando amaneció, me fijé que hubo cambio de turno. Llamé al policía de guardia y le supliqué que me dejara hablar con el comandante. Le dije que era estudiante de la UNAM, que me habían llevado por mear en la calle, pero en mi defensa le dije que era eso o me orinaba en los pantalones. Después de mucho rogarle, me dejó ir a la oficina, me asomé con discreción y vi que el comandante le estaba dando una buena cachoreada a una rubia de tinte algo rechoncha. Con discreción, cerré la puerta y me quedé allí en el pasillo. Tanteando la suerte, me acerqué a la puerta de la calle y el guardia me dio los buenos días como si fuera yo un visitante.

Me dio una temblorina porque se me ocurrió que podía decirle con permiso, salir a la calle y decirles adiós. Lo hice. Caminé rápido por la calle, con paso apretadito como si quisiera ir al baño y, cuando doblé en la esquina, corrí como desaforado y me subí a un autobús que me llevó al metro Tacuba. Allí cerca vivía Romel Olivares, el líder del Comité Central del partido donde yo militaba. Toqué la puerta y apareció el dirigente envuelto en una tersa bata de seda. Ya estaba enterado de lo que había pasado, se alegró mucho de que no me hubieran desaparecido y luego exclamó. “¡Por fin tenemos el primer preso político!”. Preparó café, me ofreció una taza, me la tomé y me despedí porque vi que de comida, ni hablar, y lo que yo tenía era un hambre intensa causada por 48 horas sin comer.

Por un tiempo disfruté la beca de Rafael Lara. Su solidaridad conmigo es una de las deudas de gratitud que todavía tengo. Yo sé que ese dinero se me dio para hacer la revolución, pero él tendrá que entender que cualquiera se desencanta si está como estaba yo aquella remota mañana de diciembre de 1978: andrajoso, apestoso, con un hambre de los mil demonios, parado en la alfombra de la confortable y ricamente amueblada casa del exquisito líder revolucionario envuelto en bata de seda.

Ese cuadro me reveló de un golpe el futuro de la sociedad que andábamos queriendo construir.

Compártelo: