En El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, escrito por Karl Marx en 1852, se dice que “Todos los grandes hechos y personajes de la historia aparecen, como si dijéramos, dos veces: una vez como tragedia y la otra como farsa”. Y agrega: “Los hombres hacen su propia historia, pero no la hacen a su libre arbitrio… sino bajo aquellas circunstancias… que les han sido legadas por el pasado. La tradición de todas las generaciones muertas oprime como una pesadilla el cerebro de los vivos. Y cuando éstos aparentan dedicarse precisamente a transformar las cosas… es precisamente cuando conjuran temerosos en su auxilio los espíritus del pasado, toman prestados sus nombres, sus consignas de guerra, su ropaje, para, con este disfraz de vejez venerable y este lenguaje prestado, representar la nueva escena de la historia universal”.

El presidente Andrés Manuel López Obrador está precisamente en ese trance. La transformación que pretende es un anhelo de (casi) todos los mexicanos. ¿Quién no va a estar de acuerdo con la reconstitución del estado de derecho que acabe con la impunidad, la corrupción y la violencia; quién no va a querer la justicia social que acabe con el flagelo de la pobreza y la desigualdad?

Sin embargo, busca en el pasado los alientos y los instrumentos para lograr esos objetivos. En su discurso de toma de posesión dijo: “En la época del llamado desarrollo estabilizador [llamado también el Milagro Mexicano], que va de los años treinta a los setentas del siglo pasado [de Cárdenas a López Portillo, justo antes del llamado neoliberalismo], los gobernantes no se atrevieron a privatizar” ninguno de los bienes del Estado y de la sociedad. Y continúa: “Recuérdese que la economía de México creció a una tasa promedio anual del 5 por ciento. Y durante ese mismo periodo, en dos sexenios consecutivos, de 1958 a 1970, cuando fue ministro de Hacienda Antonio Ortíz Mena, la economía del país no solo creció al 6 por ciento anual, sino que este avance se obtuvo sin inflación y sin incremento de la deuda pública.”

Sin embargo, Daniel Cosío Villegas, gran intelectual mexicano reconocido por izquierdas y derechas, escribió en 1974, en El estilo personal de gobernar, que “poco a poco, pero con firmeza, se fue anidando en los mexicanos el presentimiento de que no podía durar mucho tiempo más el milagro mexicano. Desde luego, porque los milagros sólo se dan por milagro, y después, porque aparecen y se esfuman calladamente. La otra razón principal es que, también con lentitud pero con firmeza, se fueron señalando las grandes fallas de ese milagro: una estabilidad política conseguida al precio de un monopolio cada vez más cerrado del poder político y unos beneficios del progreso económico que se distribuyen con hiriente inequidad ya que el diez por ciento de las familias más acomodadas se llevan la mitad del ingreso nacional, mientras que el cincuenta por ciento de las familias más pobres apenas alcanzaba el catorce por ciento”.

Es decir, tanto ahora como en esos tiempos que el presidente añora, la cosa está así: 10 de cada 100 mexicanos (los más ricos) se quedan con 50 de cada 100 pesos, mientras que 50 de cada 100 mexicanos (los más pobres) se la tienen que arreglar con 10 de cada 100 pesos… Parece trabalenguas, pero es la realidad de una desigualdad y una pobreza que se mantiene igual desde la Colonia, incluyendo el periodo del priísmo profundo, de donde el presidente quiere sacar inspiración.

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