Diego Rodríguez Landeros (Mazatlán, 1988), estudió letras hispánicas en la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. Textos suyos se han publicado en medios nacionales y en las antologías Álbum rojo. Narrativa sinaloense de no Ficción (2018) y Ciudades aprehendidas y otros apegos (2019). Es autor de El investigador perverso (2014) y Nadie es tan desvergonzado como desea (2019). EDITORIAL TIERRA ADENTRO.
Además, es miembro del equipo del Vícam Switch donde publicó muchos ensayos antes de ser publicados en otros medios de más caché, como la Revista de la UNAM, Tierra Adentro y el Fondo de Cultura Económica. Éstos dos últimos le publicaron su reciente novela DESAGÜE, reseñada también es este sitio.
Me inocularon el virus en Tepito y se activó un año después en el picadero de Jamaica o cómo pude evitar el contagio practicando la permacultura
Pero no solo no comprendí lo que pasaba
sino que me asusté. En ese instante
ocurrieron muchas cosas.
Felisberto Hernández, “Muebles ‘El Canario’”
Todo este círculo vicioso que no se está considerando, hace que se esté preparando otra pandemia.
Silvia Ribeiro en la entrevista “No le echen la culpa al murciélago”.
I
Hoy domingo 22 de marzo fui a trabajar a la chinampa. Sin paga monetaria, claro está: las cosas importantes son otras. Ayer en la noche recibí el mensaje con la invitación del cartógrafo Sebastián: “En metro Taxqueña a las ocho de la mañana”.
Abordar el transporte público en tiempos de pandemia me recordó las veces que he ido a lugares inadecuados y peligrosos, sin verdadera necesidad de hacerlo, por el puro gusto o curiosidad. Como el día en que caminé por la calle Tenochtitlan de Tepito y un chaca que vendía droga me rasguñó el brazo con una jeringa diminuta para inocularme una maldad cuyo nombre, ahora lo sé, es Coronavirus.
Me entusiasmaba ir al punto de encuentro: de todos los tenebrosos y sórdidos paraderos de la ciudad, Taxqueña es el que más amo. Viví durante más de diez años cerca de ahí y aprendí a identificar a cada uno de los indigentes mutilados que se arrastraban entre los charcos aceitosos. Hoy ya no sobrevive ninguno. Todos son nuevos, excepto Doña Piojos, que habla una lengua que no identifico, defeca de pie y probablemente vive en la zona desde tiempos precuauhtémicos.
Cuando llegué, Sebastián y Bere, la documentalista, ya estaban en el andén, besándose. Salimos del metro y en la letra M del paradero abordamos el camión a San Gregorio Atlapulco, Xochimilco. Siete pesos por un camino de aproximadamente una hora, en compañía de más de veinte desconocidos que, igual que nosotros, se zangoloteaban en sus asientos, aparentemente felices, divididos entre la cháchara y la botana del desayuno portátil.
Aunque apenas era la segunda vez que lo hacía, puedo asegurar que platicar con Bere y Sebastián es una delicia. Mientras el camión avanzaba por avenidas que antes eran canales de agua, la charla fluyó por diferentes cauces (el cine del palestino Elia Suleiman, la pertinencia de leer a Xu Lizhi en español pese a las deficiencias lingüísticas de las traducciones, la promesa de poder contemplar la Sierra de Santa Catarina y la península de Iztapalapa desde las chinampas de San Gregorio, etcétera) hasta encallar inevitablemente en el arenoso tema del Coronavirus, específicamente en la dificultad demográfica de conocer con exactitud el número de contagios, la distribución mundial y el índice de mortalidad, seguramente mucho más alto que el consignado en estadísticas públicas.
El cartógrafo habló del famoso mapa realizado en el Centro de Ciencia e Ingeniería de Sistemas (CSSE) de la Universidad Johns Hopkins, y explicó que si uno lo consultaba superficialmente podía llevarse una impresión equivocada acerca de la distribución del virus. La “trampa” o sutileza estaba en el hecho de que hay algunos países (China, Canadá, Estados Unidos, Australia) que presentan muchos puntos rojos, lo cual da la idea de que son las naciones más infectadas del planeta. Eso se debe a que ahí el registro de los contagios se ha hecho por provincias, mientras que otros países solo presentan un punto rojo o peor, mientras que algunos no presentan ninguno. Eso último puede explicarse porque se trata de lugares donde, ya sea por situaciones bélicas, carencias de estructura médica u otras razones, no se ha realizado el cálculo de los contagios.
Al escuchar los argumentos de Sebastián, recordé la ya clásica ponencia de demografía histórica que Woodrow Borah y Sherburne F. Cook publicaron en 1960 con el título “La despoblación del México central en el siglo XVI”, en la cual expusieron los escollos, procedimientos y resultados que se tienen al intentar calcular el índice de mortalidad causada por factores específicos en lugares o épocas que han carecido de datos.
Borah y Cook concluyeron que la población indígena del México central en 1519 era de aproximadamente 25 millones (casi el doble que lo propuesto por otros estudiosos), y que para el año1605 bajó a 1 millón 75 mil, es decir que disminuyó en un 90%. Un cataclismo difícil de imaginar. Como si dentro de 86 años los humanos de los continentes de Asia, América y África murieran y solo quedaran vivos, debilitados, sumidos en crisis civilizatorias profundas, los de Oceanía y Europa. Y lo más impresionante, como si la terrible mortalidad se debiera a las consecuencias de un solo factor, digamos el Coronavirus, el cambio climático o una conquista extraterrestre.
Para llegar a esa conclusión, los investigadores revisaron y desestimaron los criterios demográficos de sus predecesores. También explicaron sus propios criterios. Uno de ellos fue el cotejo escrupuloso de los archivos y documentos novohispanos referentes a los tributos que los indígenas estaban obligados a entregar a la Corona española, los cuales dejan ver un claro descenso de la población originaria durante el siglo XVI. El otro, utilizado para calcular la población prehispánica, fue un criterio de ecohistoria: se “examinó la sedimentación del suelo en el fondo de los valles para identificar la procedencia del material erosionado en los estratos originarios de las laderas montañosas y determinar, por la presencia de tepalcates, otros artefactos y huesos, si la erosión fue ocasionada o no por la agricultura”.
Gracias a esos análisis se descubrió que tanto la deforestación como la erosión agrícolas comenzaron hace 6 mil años y registraron varios picos de intensidad que, como los anillos en el tronco de un árbol, corresponden a lapsos particulares. Los últimos delatan métodos europeos como el arado y la ganadería, mientras que los más antiguos reflejan cultivo con coa, lo cual significa que hubo periodos precortesianos en los que el excesivo aumento de población erosionó fuertemente el suelo, cosa que redundó varias veces en carestía, mortalidad y abandono de ciudades. Según Borah y Cook, la Conquista española pudo haber coincidido con una “situación agrícola madura para el desastre” que, junto con la guerra, el colapso de las estructuras socioeconómicas, la interrupción de los sistemas de producción y distribución de alimentos y las enfermedades europeas convertidas aquí en epidemias, encendió la catástrofe demográfica.
Algo parecido puede verse en el artículo “Sistemas agrícolas y desarrollo del área clave del imperio texcocano”. Ahí Ángel Palerm explica que a finales del siglo XIV, el señorío de Texcoco fue incapaz de lograr la autosuficiencia alimentaria por haber estado asentado en un territorio muy angosto (la ribera lacustre) y porque, a diferencia de los señoríos xochimilcas o chalcas, no podía cultivar chinampas debido a la salinidad del agua. Para impulsar su prurito imperial, colonizó a los recolectores y cazadores chichimecas de la sierra circundante y los obligo a practicar la agricultura. Gobernantes texcocanos como Nezahualcóyotl o Nezahualpilli mandaron arrasar la vegetación de las montañas y construir un impresionante sistema hidráulico de regadío y terrazas que propició el florecimiento económico, cultural y demográfico de su metrópoli, pero que a la larga erosionó toda la franja de la sierra del Acolhuacan comprendida entre los 2500 y los 2750 metros sobre el nivel del mar, preparando un escenario de hambre y muerte.
“Los bosques preceden a los pueblos, los desiertos les siguen”, escribió René de Chateaubriand.
Tras la devastación demográfica de las civilizaciones prehispánicas, los españoles tuvieron en sus manos enormes extensiones de territorio despoblado (de humanos) en las cuales crearon latifundios y desarrollaron la minería, los cultivos extranjeros como la caña de azúcar y la ganadería, actividades que, por sí solas, aumentaron de forma exponencial la erosión del suelo −aunque eso en su momento eso no causó grandes catástrofes porque el índice de población se mantuvo relativamente bajo.
A propósito de erosión novohispana del suelo, en el breve capítulo “El infierno de las ovejas” de su libro Historia de nuestro futuro, Diego Olavarría cuenta cómo en el siglo XVI las estancias ovejeras desertificaron en menos de cien años el otrora idílico Valle del Mezquital, Hidalgo, que pasó de ser un lugar de pingües pastos fértiles, clima suave y rumorosos arroyos, a un páramo pedregoso que solo reverdeció en el siglo XX gracias a la irrigación de jabonosas aguas negras provenientes de la Ciudad de México.
La civilización colonial dejó su estela de desierto y osamentas. La del México moderno ha hecho lo propio, superándose a sí misma y a las anteriores, confirmando su membresía en el club del capitalismo global, quemando con entusiasmo y superstición todo tipo de combustibles y engordando demográficamente a costa de desmontes, fertilizantes químicos, plaguicidas, transgénicos y monstruosos criaderos de animales que dentro de poco nos conducirán a una “situación madura para el desastre” que nos impedirá afrontar cualquier problema imprevisto, por ejemplo las pandemias.
II
Llegamos a San Gregorio y bajamos del autobús. Dije a mis compañeros que desde hacía mucho tiempo deseaba conocer ese lugar, uno de los pueblos de Xochimilco cuyos manantiales fueron entubados en 1908 como parte del más impresionante sistema de abastecimiento, robo y trasvase de agua realizado en el Porfiriato: un moderno acueducto de concreto de 1.5 metros de diámetro que, dotado de pozos, bombas y cientos de chimeneas de ventilación, comienza en la zona chinampera y desemboca, 33 kilómetros después, en una planta de bombeo ubicada en la colonia Condesa de la Ciudad de México, entre las calles Alfonso Reyes, Diagonal Patriotismo y Circuito Interior, frente a una abandonada placita adornada con bustos de compositores mexicanos y una estatua del grillo Cri−Cri. La planta de bombeo se encarga de hacer subir el agua hacia cuatro cisternas de cien metros de diámetro por 15 de alto cada una, ubicadas en la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, muy cerca de donde ahora está el Cárcamo de Dolores, una de las construcciones más significativas de la ciudad, acerca de la cual, por cierto, Juan Pablo Anaya escribió un ensayo estremecedor. Desde esas cisternas, el agua sustraída a Xochimilco abastece a la cada vez más poblada Ciudad de México y, con su fresco afluente, garantiza el funcionamiento de la economía y el Estado.
Durante la Revolución mexicana, los expoliados habitantes de Atlapulco viajaron a San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, donde Emiliano Zapata y los suyos tenían un cuartel protegido por las cañadas del volcán Teuhtli. Se quejaron del robo de agua del que eran víctimas por parte del gobierno. Sin dudarlo, la junta marcial del Ejército Libertador del Sur dispuso que un comando armado interrumpiera los caudales de agua, cosa que obviamente enardeció a los gobiernos de Victoriano Huerta y Venustiano Carranza. Al final, el paradigma hidráulico de trasvase a la ciudad y paulatina desecación de la zona chinampera se impuso: sigue funcionando hasta nuestros días, contrapunteado por la lucha y resistencia de los xochimilcas.
La fiesta patronal de San Gregorio comenzó el 12 de marzo y terminó hoy mismo, tras diez días de derroche y convivencia. En el centro del pueblo había juegos mecánicos, un escenario con equipo de sonido, puestos de pan de feria, basura de baile cervecero mezclada con residuos de pirotecnia. Nada que indicara cuarentena. Caminamos entre bicitaxis, camionetas, motos, niños, ancianos, perros y gente que comía tamales en las esquinas. Mis amigos me platicaban de los destrozos que ahí se sufrieron por el terremoto del 19 de septiembre de 2017. Ambos participaron en las brigadas de voluntarios que ayudaron en la demolición de construcciones colapsadas, distribución de víveres y organización de albergues. “¿Ves esa casa donde ahora está la tienda? La tuvimos que tumbar”, dijo la documentalista.
En la avenida Belisario Domínguez giramos a la derecha y luego a la izquierda. El paisaje cambió por completo. Caminamos sobre calles de tierra, entre casas con patios abiertos, perros y, creo recordar, algunas vacas negras. Cien metros adelante, más allá de las últimas construcciones, iniciaban las chinampas: un abierto, reticular y espacioso laberinto de mariposas, ahuejotes, canales, huertos de lavanda, canoas hundidas, flores, abejas, hinojo, nopales, chilacayotes, lechugas, repollos, acelgas, tomillo, romero y tierra fina que, volando, ingrávida, se levantaba a nuestros pasos, como una bienvenida. Mucho sol. Cielo azul. Murmullo de agua. Aves. Esporádicas personas semiocultas entre hojas verdes: oníricas.
Un par de veces tomamos senderos equivocados hasta que por fin dimos con la chinampa de la banda. Ahí, escuchando la música norteña que como el canto de un fruto fantástico o de un cenzontle robótico sonaba en una bocina colgada de la rama de un árbol, laboraban desde hacía algunas horas Sari, Dante, Fer, Don Juan y Pedro, a quienes yo veía por primera vez. Como se ha hecho desde tiempos inmemoriales, sacaban limo fértil del fondo del canal, lo subían a la chinampa y lo vaciaban en el almácigo o chapín, un rectángulo de aproximadamente 4 x 1.5 metros de área y diez centímetros de profundidad. A nosotros nos encomendaron trabajar en otro almácigo que se encontraba en una fase muy posterior de cultivo. Nuestra tarea fue separar brotes de chile chicuarote para después sembrarlos en un espacio donde sus raíces pudieran extenderse. Algo relativamente sencillo porque, como supe después, gracias a la cuadrícula realizada en el lodo fresco del almácigo, cuando las semillas germinan y crecen pueden tomarse, con su pedacito de tierra mucho más seca que al principio, como si fueran rebanadas de brownie de chocolate.
En la chorcha del trabajo estuvimos más o menos tres horas, bajo el sol. Cuando terminaron de vaciar el lodo y de aplanarlo con la hoja de un machete, fuimos a comer al pueblo. Poco a poco fui captando las particularidades de los compañeros. En sus rostros, incluso en los de don Juan y Pedro, que tienen más de cincuenta años, descubrí gestos infantiles, brillos y rescoldos.
Sari es −aunque ella misma se niegue a aceptarlo− la líder de la pandilla, conocedora de las técnicas, una especie de súper heroína. Su cara, con aretes en cejas y nariz, es una mezcla de sonrisa y crispación asoleada.
Dante es rojo, pecoso, barbado, ojos de hacker, voz suave y quebrada en risa. Se mueve con certeza y conoce, además de la chinampa, ciertos cultivos mágicos de California.
Don Juan, el más viejo de todos, tiene una preciosa cara de barro pulido y moteado. Su voz es un hilo dosificado cuidadosamente. Labios y ojos húmedos, felices. Nació ahí.
Fer es una ciclista tatuada, pequeña y de voz cinética a quien yo, intrigado, había visto durante meses en la biblioteca de la UNAM. Me alegró poder conocerla en la chinampa.
Pedro es un nahual anfibio capaz de respirar en el trabajo y en el juego, el estado de alerta y la suavidad. Moreno, afilado, campesino, bromista, reconfortantemente pedagógico.
En un patio, con un pequeño molino, dos señoras se encargaban de la nixtamalización de la masa con la que preparaban las garnachas más sabrosas que he probado. Entre todos bebimos diez caguamas, comimos un montón de gorditas de chicharrón y nopal, tlacoyos de requesón y frijol, sopes, quesadillas de hongo y huitlacoche. Entrechocamos los vasitos desechables de plástico con nuestras manos de uñas negras de tierra. Elogiamos la salsa roja. Para llegar al baño se tenía que atravesar un pasillo en el que había un gallinero donde vi, dispuestas como las viñetas de un cómic, jaulas para aves de todas las edades, lo cual daba al conjunto el sentido de una fábula existencial con sus hitos de reproducción, gestación, crecimiento, sexualidad y muerte.
Como una clepsidra, el último chorro de la décima caguama marcó la hora de pagar lo justo por la comida y la bebida: un precio desconcertantemente barato si se compara con las cartas de los restaurantes de la ciudad.
Cuando regresamos a la chinampa, el sol ya había evaporado el exceso de agua en los almácigos. Con un machete había que hacer una retícula de cuadrados cuyos lados midieran más o menos cinco centímetros. Luego, en cada cuadrado, hacer un hoyito con el dedo: el receptáculo de las semillas.
Las semillas de maíz parecen los dientes de una calaca adulta y van tres en cada hoyo: “una pa’ la ardilla, una pa´l ave y otra pa´l humano”. En esa ocasión el maíz sembrado fue rojo: cortesía de Damián, un amigo que tiene una milpa y a quien, curiosamente, todos conocíamos, pero que no había podido ir porque su roomiees un portugués que acababa de llegar a México y ambos estaban en cuarentena.
También sembramos cebolla, girasol y chile chicuarote.
Aquello era como un juego de mesa compartido o un coito a muchas manos con la tierra.
Cuando todos los hoyitos tuvieron sus semillas, los almácigos adquirieron el aspecto de una maqueta no realista de la zona chinampera. Entonces llegó el momento de cubrirlos con estiércol seco de vaca y de lograr una superficie homogénea con ayuda de un puñado de pasto utilizado como escoba.
Creo que después de ese paso seguía otro, consistente en cubrirlos otra vez con una malla, pero no pude verlo porque caía la tarde y aún faltaba ir a la otra chinampa a cosechar acelga, de modo que Pedro y Dante lo hicieron mientras los demás nos fuimos. Durante el camino masticamos hojas tiernas de perejil. Sabían dulces.
Las acelgas estaban en la última chinampa antes de la laguna, el cuerpo de agua donde los patos se preparaban para pasar la noche. Desde ahí, como había dicho el cartógrafo, se tenía una vista inmejorable de la Península de Iztapalapa, el Cerro de la Estrella y la Sierra de Santa Catarina, paraje volcánico donde el Doctor Atl proyectó construir, entre cráteres y laderas, una ciudad utópica para artistas, filósofos y científicos que se llamaría Olinka.
Con ese paisaje de fondo, nos dedicamos a arrancar las hojas más bellas y de tallos más fuertes. Gracias a que en la chinampa no se utiliza ningún pesticida industrial, pude ver muchas catarinas entre las plantas, mansas como vaquitas rojas. Arriba, el sol se ocultaba y el cielo ardía, mientras las cosas sobre la tierra ganaban sombra. Naciones de zancudos removieron el aire, agrisándolo. La dentadura de Pedro brillaba. Sari amarraba manojos de acelgas. A contraluz del crepúsculo, un hombre en canoa hundía la pértiga en el agua. Ecos de chapoteo. En un momento de silencio, Sebastián corrió hacia Bere, la tomó entre sus brazos, la hizo reír y le dio un beso largo, correspondido y abierto, sin condiciones ni miedos. Al contemplar la escena, y sobre todo al ser conscientes de formar parte de ella, cada uno de los demás dedicó un instante para pensar en el amor. Solo entonces pudo caer la noche.
III
Por fortuna la hermana de Sari y su novio fueron a San Gregorio en una camioneta y nos dieron un aventón de regreso a la ciudad, a nuestras casas.
Llegué a las nueve de la noche, saludé a mi hermano y tomé una ducha. El plan era cenar con él, fumar un porro y ver una película hasta quedarme dormido, pero la hierba se había acabado. Decidimos ir en su moto al picadero de Jamaica, el punto de distribución más cercano a nuestro hogar −o al menos eso creemos: uno nunca sabe con los vecinos.
Ese lugar siempre ha sido malvibroso, pero antes, cuando menos, uno se paraba en la esquina, detrás del puesto de flores (traídas, obviamente, de Xochimilco), y esperaba a que algún vago se ofreciera a meterse a la vecindad −una verdadera cueva de lobo− y salir con un paquete de mota a cambio de una modesta propina. Sin embargo, desde hace algunos meses, unos mafiosillos altaneros interrogan a los clientes acerca de su procedencia y luego los obligan a pasar, lo cual, a mí en lo personal, me pone los pelos de punta.
En el patio de la vecindad hay patos domesticados en lugar de perros, como una suerte de nostalgia por el pasado lacustre de la zona: a pocos metros de ahí pasaba hace menos de un siglo el Canal de la Viga. Uno de ellos tiene el pico destrozado, como si le hubieran dado un martillazo, accidente que no le impide graznar. A cada paso que uno da, es necesario dar gracias por aún no haber sido apuñalado o balaceado. Una mujer joven salió de un rincón y nos interceptó.
−¿Y ustedes quiénes son y qué quieren? −preguntó, amenazante, mientras le chiflaba a un sujeto para que la apoyara en su cada vez más intimidante misión de vigilancia o halconería. Estuve a punto de decirle, suplicante y ridículo, que solo deseábamos conseguir un poco de inofensiva marihuana, pero mi hermano tomó el control de la situación.
Cuando salimos de ahí, no paré de repetir que éramos unos tontos por no cultivar nuestra propia hierba. Imaginé sembrarla en chapín.
En casa, preparamos rápidamente la cena: acelgas frescas de San Gregorio con pollo. En el sillón rojo de la sala, mi hermano me pidió escoger lo que veríamos en Netflix. Elegí una película que él no conocía: Monty Python and the Holy Grail(Terry Gilliam y Terry Jones, 1975), la representación de la Edad Media más aguda y graciosa de la que tengo noticia. Encendimos el porro. Nos relajamos. Comimos. Vimos al rey Arturo cometer estupideces en nombre del Santo Grial. Comenzamos a reír pero rápidamente comenzó la paranoia. La escena donde un hombre con un carrito de madera atraviesa una aldea infecta y recoge cadáveres de las casas como si se llevara la basura doméstica, me hizo recordar la epidemia de Coronavirus y su número indeterminado de víctimas mortales. A la mitad de la peli, cuando basados en retruécanos inverosímiles y descaradamente idiotas un grupo de hombres busca demostrar que una mujer es una bruja, comencé a sentir frío. Luego a temblar. Fui a mi habitación por una sudadera. Los escalofríos no disminuyeron. Me toqué la frente para descubrir si tenía fiebre. Recordé, no sé por qué, el pico destrozado del pato. Vi la cabeza del martillo cayendo sobre el animal. Vi la maldad. Por dinero, esas mafias distribuyen la muerte entre la población rota. Trabajan para alguien. Los verdaderos jefes de los cárteles son las élites financieras que están al tanto del colapso ambiental del planeta. Saben que solo una drástica disminución demográfica permitirá la sobrevivencia de la especie humana, es decir, su propia sobrevivencia. El 90% de las personas son prescindibles: desempleados, habitantes de países periféricos con problemas de adicciones, asiduos visitantes de picaderos que viven al margen de la ley, gente asquerosa. Una fumigación selectiva, profilaxis con virus. El plan lleva varios años gestándose y opera en diversos frentes. Yo fui inoculado en una etapa bastante previa, cuando el virus solo se transmitía por jeringas. Lo recuerdo bien: fue una tarde, en Tepito. Ni siquiera había ido a comprar droga. Solo paseaba. El tipo me rasguñó con una aguja. La infección permaneció incubada desde entonces hasta ahora, que ha llegado el momento de la activación programada del brote. A mucha gente le llegó la enfermedad por otros caminos, quizá a través de la comida virulenta: ellos también son prescindibles. En mi caso me fue inoculado con anterioridad y luego catalizado con la envenenada mota de Jamaica. Si tan solo hubiéramos cultivado nuestra planta. Las élites sobrevivirán junto con un puñado de trabajadores que consuman basura. Y los cárteles. O no. Los cárteles también morirán y las élites sobrevivientes formarán nuevos esbirros cuando los necesiten. Siempre lo han hecho. Así será.