Quizá preparándose para tener no 23, sino 30 millones de pobres (producto de una crisis que el Covid19 no produjo, sino simplemente profundizó), el presidente López Obrador, dice que “la felicidad no consiste en tener bienes, riquezas, títulos, fama, lujos, sino en estar bien con nosotros mismo, con nuestra conciencia y con el prójimo” (La Nueva Política Económica, aunque ya hay algo de eso su Economía Moral). Eso lo dice un hombre que es evidente que no le interesan los títulos (académicos, supongo), pero que tiene más de 30 años labrándose día a día la fama de la que se ve que goza. Pero allí es donde se siente a sus anchas el famoso personaje, en la república de los pobres.
Porque no hay persona más pobre que aquella que necesita que alguien acuda en su ayuda para vivir. La limosna y el subsidio son las manifestaciones más dolorosas de la desigualdad social. La filantropía y el populismo no solucionan, perpetúan la jerarquía social basada en la desigualdad de ingresos y de oportunidades.
La filantropía alimenta la desigualdad social, el racismo, el clasismo y la discriminación en general. Por eso los filántropos se filman o se retratan dando limosnas, para mostrar, por contraste, su grandeza junto a la miseria y la humillación. Por eso, para ellos, la pobreza y la humildad son sinónimos.
Por provenir del gobierno, el subsidio erosiona la libertad y el ejercicio de los derechos; erosiona la democracia y no hay convicción ciudadana que sea relevante. El subsidio tiende a organizar a la sociedad en tres grupos: los que están en el gobierno que da, los que están en el pueblo que recibe y los enemigos.
Toda persona puede necesitar ayuda para salir de una situación difícil, pero eso es otra cosa. Aceptar, como natural, la limosna y el subsidio, es la mejor evidencia de un pueblo sin moral, sin capacidad de libre albedrío, que quiere el pescado, no aprender a pescar…

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