Vícam es feo, pero tiene buen lejos. Si uno lo observa a la distancia, digamos desde lo alto del Cerro Omteme, es un lugar hermoso. Desde ese mirador (como les consta a muchos viajeros que por aquí han pasado), el verde intenso de sus árboles, como de fantasía, resalta en el marco de un vallecito de ensueño que se prolonga hasta una cordillera de montañas que de lejos parecen azules. De cerca, en cambio, es un pueblo feo, polvoriento y reseco, de calles retorcidas y casas construidas con una arquitectura sin gracia.
Un día, un destacado académico me oyó hablar de Vícam y me dijo que lo quería conocer. Cuando íbamos pasando Oroz, me preguntó intrigado si era cierto que era el pueblo más feo del mundo. En ese momento vi el letrero de la carretera que dice “Pótam” y tuve una revelación: No, le dije, Vícam ocupa el segundo lugar.
Los que queremos a Vícam podemos decir eso y más. Pero si la declaración viniera de un fifí, de un conservador o, por lo menos, de un intelectual orgánico, a lo mejor sí nos íbamos a enojar. Pero (y aquí mis coterráneos no me dejarán mentir) los de Vícam no somos vengativos (la venganza no es lo nuestro), ni rencorosos (no odiamos a nadie) ni mentirosos (no mentimos, no robamos y no traicionamos); así que, aunque nos enojemos, seguramente no pediríamos un linchamiento público del mencionado fifí-conservador. Y no lo haríamos porque, aunque nos agarremos a trompadas con quien lo diga, Vícam seguiría siendo feo, aunque tenga buen lejos.