La última vez que vi a Tolentino en persona fue una tarde de 1980 en la Ciudad de México. Iba ondeando una bandera roja, mientras gritaba: “¡Al paredón reformistas, adelante marxistas-leninistas”! Su dura mirada se dirigía a quienes, supongo, le parecían merecedores de ser pasados por las armas revolucionarias. Tránsfuga de los trigales del Valle del Yaqui, se sentía en su elemento.
Tolentino militaba en una organización ultra-clandestina llamada Grupo Bolchevique. Se decía en los corrillos de la organización que tenía una relación tan estrecha con el líder, Aquiles Córdova, que dormían juntos.
Muchos años después de aquella tarde de 1980 lo volví a ver en la pantalla de la televisión. Estaba trenzado a golpes en medio de la multitud, rodeado de fuego, humo y sangre. La disputa era por el poder que entonces detentaba María Eulalia Guadalupe Buendía Torres, la Loba, cacique de Chimalhuacán, un arrabal de inmensos basureros poblados de pobres y zopilotes.
Tolentino no abandonó a Aquiles ni siquiera cuando el Lenin Mexicano (así le gustaba que lo llamaran) abjuró de la revolución proletaria para fundar Antorcha Campesina, el grupo de choque al servicio del PRI. Esa fidelidad lo llevó a merecer la presidencia municipal de Chimalhuacán.
El triunfo fue para Tolentino el premio a años de abnegación y sufrimiento organizando la traicionada revolución en las barriadas miserables del Valle de México.
La Loba fue remitida al penal de Santa Martha Acatitla, donde purgaría una condena de 500 años si no hubiera sido porque el coronavirus la mató ahorrándole 480 años de prisión.
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