La casa del Güero Chintolas, en el barrio de la Mazocoba de Vícam, es un cuarto de lámina negra que es cocina, comedor y recámara. La puerta es una cobija chapayequera. El Güero encendió la televisión (de las de antes), jaló una silla y se sentó en la mesita patuleca. Lo primero que vio fue al presidente, justo cuando empezaba a leer el decálogo para domar al coronavirus. El Güero es adorador del presidente y todo lo que dice le parece un poco más que maravilloso.
La Meregilda, su mujer, se paró frente a la hornilla rascándose la cabeza mientras miraba la exigua despensa. Justo en ese momento el presidente les pidió “alejarse del consumismo porque la felicidad no reside en las posesiones materiales”. A ver qué chingados les doy de desayunar a los buquis, masculló la mujer.
Fíjate, Meregilda, dijo el Güero, el presidente nos está pidiendo que séamos optimistas y no egoístas, que disfrútemos de la naturaleza, que evítemos ser racistas y clasistas y que nos váyamos por el camino de la espiritualidad.
En eso se despertó uno de los niños y de debajo de la mesa recogió un pedazo de pan torcido, duro y revolcado, y se lo empezó a comer. Sí –le dijo la Meregilda al Güero, mirándolo como seguramente miró la Úrsula Iguarán a José Arcadio Buendía cuando su marido le compró al gitano Melquiades los bártulos para la guerra solar–, pero también está diciendo que cómamos bien. Sería muy bueno –propuso la mujer– que también se hubiera acordado de ese otro dicho que dice que de lengua me como un taco.

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