El día que conocí a Rubí, la vi hermosa y menuda, vistiendo ropas enormes y malgastando el tiempo como si le sobrara. Todavía no cumplía los diecisiete años y me parecía un ser desvalido moviéndose con naturalidad por esa ciudad enorme, expuesta a los peligros de la imprudencia. Desde el primer instante tuve el presentimiento de una relación para siempre.
Revolucionario que soy, una noche la llevé a conocer el submundo de los olvidados. Nos internamos en un callejón estrecho y retorcido del Centro Histórico y observó de cerca a las putas pobres, a los borrachos perdidos, a los buscadores de amor pagado; oyó los insultos en lenguaje llano y supo de la violencia sorda de las profundidades de la vida.
Antes de casarnos, el 28 de julio de hace 36 años, le pregunté cómo se imaginaba la casa de mi familia en Vícam. Así –me dijo señalando una casa cualquiera. Me di cuenta que nunca le había contado que nuestra casa era de carrizo, con techo de paja y piso de tierra; que vivíamos en un solar enorme lleno de mezquites; que los perros, las chivas y las gallinas vagaban por la casa con entera libertad y que Ramón había plantado para la Gloria un rústico jardín de rosas que era el único adorno de la vivienda.
No ha estado en todas mis alegrías, pero me ha acompañado en todas las tristezas. Siempre he apoyado mi aparente fortaleza en su aparente fragilidad.
Yo la amo y amo todo lo que ella representa. Ella me ama (como dice Silvio Rodríguez) sin pedir nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. Le emocionan las cosas en grande, como un viaje alrededor del mundo, en hoteles de lujo, que finalice en Florencia, pero también ama el recuerdo de las pequeñas cosas, como el olor a tierra mojada de la casa de carrizo y el jardín de rosas de la Gloria.