El Jarocho llegó a Vícam en los años cincuenta, y nunca dejó de extrañar el verdor de su tierra. Con enjundia contaba que había nacido con la luna de plata, con alma de pirata, rumbero y jarocho, trovador de veras.
¡Qué bonito habla don Jarocho, es un poeta! –decían las mujeres. Él, entornando los ojos, decía que había nacido donde hacen su nido las olas del mar, donde las noches son diluvio de estrellas, palmera y mujer. Hacía una pausa, miraba el suelo, emitía un suspiro y concluía: un día a sus playas lejanas tendré que volver… Nunca volvió.
Al poco tiempo de llegar, se casó con una mujer de apariencia frágil, pero de carácter recio, con aire de ingenuidad y hablar de arriero, que mucho contribuyó para que el Jarocho superara el sentimiento de desarraigo.
Un día, agobiado por el peso de la nostalgia, quiso mejorar el agreste y polvoriento paisaje que veía desde el mostrador de su tienda. Todos aquellos que ahora están en riesgo por el coronavirus no me dejarán mentir que por entonces la calle principal de Vícam era muy ancha.
Se le ocurrió que, como lo habían nombrado comisario del pueblo, podía construir un boulevard con muchos árboles, flores y fuentes de agua. Puso manos a la obra, pero pronto las autoridades yaquis llegaron a preguntarle que si con qué permiso hacía eso. El Jarocho, con ese aplomo contundente de los bienintencionados, les dijo: Señores, el progreso no necesita permiso. Pues sí –le contestaron– pero tú sí que lo necesitas. Si quieres andar haciendo bulivares, ve a hacerlos a tu tierra.
El Jarocho entregó la pistola y la placa y se dedicó a hacer dinero con el entonces próspero negocio de venderle fiado a los yaquis y, desde entonces, todo intento de embellecimiento de Vícam quedó muerto.
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