Respecto al piquete del alacrán, mi tío abuelo José era como los incrédulos del coronavirus (que luego, cuando se enferman, quieren atención inmediata y hasta la renuncia del doctor). No creía que el piquete de ese bicho pudiera trabar a una persona al grado de hacerla morir por asfixia. En esos tiempos, era común sufrir de tal piquete y el único antídoto que había era lo que las señoras, pudorosas, llamaban el té de hierba sin raíz: una infusión de heces fecales que la víctima tenía que beber.
¡Jamás me tomaría esa cochinada!, prefiero morirme. Además, el piquete de esa araña no mata a nadie –decía, confundiendo unos bichos con otros, como sucede ahora con los que confunden los virus biológicos con los virus electrónicos.
Para mayor enredo de la situación, los esfuerzos del doctor Delgadillo, el médico del dispensario de la iglesia de moda, se veían estorbados por la necedad del predicador, que decía cada mañana que no había necesidad de tomar precauciones y que esos animalitos también son hijos de Dios.
La mala suerte, que jamás descansa, hizo que recibiera la temida picadura. Para preocupación suya, en minutos empezó a sentir el entumecimiento general, sintió luego las manos gruesas y pronto empezó a tener dificultades para respirar.
¡Chepatana! –le gritó a su mujer– me ha picado un alacrán. La Chepatana soltó una sonora risotada, se metió a la cocina y puso a hervir el brebaje. Pues ni modo, te vas a tener que morir –le dijo cuando volvió a su lado. No creo yo que tú te vayas a vas a tomar esa cochinada, ¿o sí?
Pon a hervir la hierba sin raíz, pero, por el amor de Dios, Chepatana –dijo haciendo una insólita súplica– en lo que la preparas ¿podrías denme un pedacito de cerote para irlo chupando?
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