El prohibicionismo es un vicio del poder. No matarás, no robarás y no desearás a la mujer de tu próximo, son prohibiciones muy antiguas, pero no tanto como como la ley del Talión, de Amurabi, que recetaba el ojo por ojo y el diente por diente. Los derechos humanos, en cambio, datan apenas de ayer y están muy inconclusos.
Prohibir, sin embargo, no ha impedido nada. Por muy religiosos que sean, la gente sigue matando, robando y, desde luego, deseando a la mujer del próximo, sobre todo si está de buen ver. Dicen los que saben que nunca se tomó más alcohol en los Estados Unidos que en los tiempos de la prohibición. También podemos decir que nunca hubo tantos mariguanos y adictos a las drogas como en las últimas décadas, cuyo tráfico ha sido perseguido por policías y soldados.
La prohibición es un despojo del libre albedrío de la gente por parte del Estado. Así, los gobiernos se han abrogado el derecho de decirnos a los ciudadanos formalmente libres qué nos debemos de meter al cuerpo y qué no.
Y el único resultado de las prohibiciones son los mercados negros, que acarrean fortunas fabulosas a policías, funcionarios y políticos menores, pero sobre todo a esos oscuros personajes (empresarios, políticos, financieros, reyes, reyecillos, dictadores, sátrapas y multimillonarios) que están por encima de esos pobres diablos (sanguinarios y embrutecidos) que son los Chapos, los Menchos, los Marros, Las Tutas, las Barbies, los Mayos…
¿Prohibir los alimentos chatarra va a beneficiar a los niños? Desde luego que no, sobre todo porque los padres no se responsabilizan de criarlos apropiadamente. Pero el gobierno hará creer que hacen algo, mientras en los hechos abandonan a la niñez a su suerte.
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