Participé en marchas multitudinarias en la Ciudad de México en los años setentas y ochentas. Eran marchas de cien, doscientas y hasta trescientas mil personas. Los destrozos eran raros. Y no vaya usted a creer que las causas eran menores: eran la liberación de los pueblos, el fin del capitalismo y la explotación, la independencia sindical, la democracia y la libertad… Tampoco los métodos del Estado eran como ahora, de contención (“ustedes aguanten”, les dicen los jefes a los policías). Entonces el Estado mataba, golpeaba y desaparecía gente de manera sistemática.
En términos de los derechos de las mujeres por la igualdad y el respeto no puedo ser más radical. Si no fuera México el país contrahecho que es en términos de estado de derecho, yo pediría la pena de una muerte lenta y dolorosa para los violadores, sobre todo de niñas y niños.
Pero cuando alguien toma un martillo y golpea con saña un monumento histórico, ¿qué revolución está haciendo?, ¿qué justicia está reparando?, ¿qué solución está aportando? ¿en qué se diferencia de los talibanes que, en nombre de Alá, destrozan una ciudad antigua de miles de años?
Golpear algo (dicen los psicólogos) descarga la rabia y causa una excitación (dicen que) liberadora, pero más allá de eso, el resultado de esos movimientos es un rechazo de la ciudadanía y un parapeto para que las irresponsables e ineficientes autoridades se crucen de brazos.