El 19 de septiembre de 1985, un terremoto sacudió a la Ciudad de México. Desde nuestro departamento, en el edificio de Pestalozzi 407, no se podía saber la magnitud de la tragedia, pero cuando salí a la calle, parecía que la ciudad había sido bombardeada. El gobierno declaró 300 muertos; la Enciclopedia Británica reporta 40 mil.
El inepto, ineficiente e inútil presidente Miguel de la Madrid quedó paralizado y tardó 36 horas para enviar un mensaje a la nación, las mismas 36 horas que llevábamos sin dormir los miles de rescatistas (entre los que me cuento), organizados espontáneamente para rescatar muchos muertos y pocos heridos.
El Estadio de Los Diablos Rojos del México (Cuauhtémoc y Obrero Mundial, hoy Parque Delta) fue usado para acomodar los cadáveres que se iban sacando de entre las ruinas. Acomodábamos a los muertos en filas, cabeza con cabeza, dejando un pequeño pasillo para que los deudos recorrieran el campo para reconocer a los suyos. Para las 6 de la tarde del día siguiente, el tenderete de muertos iba desde el “home” hasta la barda.
Para que lo sepan los que creen que el mundo se inauguró el 2 de julio de 2018, en esos días aciagos nos ganamos el derecho de criticar de frente a un gobierno muy acostumbrado a matar, desaparecer y golpear con toda impunidad…
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