En todos los países donde impone su ley, el populismo intenta envilecer el mérito profesional, restarle valor, o de ser posible, aniquilarlo por completo. El argumento esgrimido para justificar esa demolición es que el reconocimiento intelectual, académico o científico está viciado de origen porque lo dispensan las élites. Para un líder populista sólo es legítimo el reconocimiento que viene de la multitud aborregada, aunque se obtenga por métodos clientelares, otorgando favores y dádivas a cambio de votos. En el México posrevolucionario, la meritocracia universitaria estuvo siempre más o menos supeditada al poder político, pero al menos juzgaba con probidad los méritos de los aspirantes a un grado académico. En 1953 marcó un hito la entereza del célebre jurista Mario de la Cueva, entonces director de la Facultad de Derecho, que renunció a su cargo cuando el Consejo Escolar de la universidad otorgó derecho de presentar examen profesional a Miguel Alemán Velasco, hijo del “cachorro de la Revolución”, a pesar de no haber cubierto el porcentaje de asistencias requerido para titularse. El valor civil de Mario de la Cueva hace más falta que nunca ante el embate contra el Poder Judicial que hoy degrada el mérito profesional y amenaza con destruir el último bastión de la democracia.
La protagonista de esa embestida en la Suprema Corte de Justicia es la ministra Yazmín Esquivel, famosa por haber plagiado íntegramente su tesis de licenciatura y buena parte de su tesis de doctorado, como lo demostraron con pruebas fehacientes Guillermo Sheridan y Zedrik Raziel. Por miedo a concitar la ira de López Obrador, en tiempos del rector Graue, la UNAM se abstuvo de retirar el grado académico a la fraudulenta ministra, que después interpuso enmarañados recursos legales para conservarlo y seguir en su puesto, pese al abucheo casi unánime de la opinión pública. Envalentonada por su impunidad, el lunes pasado Esquivel se atrevió a pedir la renuncia de Norma Piña, la presidenta de la Corte, alegando que no tiene pericia para mantener buenas relaciones con los demás poderes de la Unión. Es una grotesca paradoja que la 4T invoque a diario su autoridad moral para imponer la reforma de un poder tachado de corrupto en bloque, sin hacer salvedad alguna, y al mismo tiempo utilice como portavoz a un personaje como Esquivel, que representa las peores lacras de la judicatura. ¿Figuran impostores de la misma ralea en las planillas que el jefe máximo palomeará en su rancho antes de someterlas a la voluntad ciudadana? ¿Cuántos incondicionales suyos sin mérito alguno para ostentar el título de abogados llegarán a los tribunales, con tal de que no se le cuele ningún juez independiente? ¿Presidirá la Suprema Corte algún chofer de AMLO? ¿Esta es la gran revolución de las conciencias cacareada todos los días en las mañaneras?
Los enemigos del mérito académico no sólo están en el gobierno: la propia meritocracia universitaria se está suicidando por su carácter acomodaticio. Después
de otorgar una patente de corso a Esquivel, la rectoría de la UNAM ha vuelto a doblegarse ante el poder presidencial con un servilismo que avergonzaría a Mario de la Cueva. Más agachado que Enrique Graue, el actual rector Leonardo Lomelí ya fijó su postura en la pugna del saber contra la demagogia. Los universitarios mejor calificados para opinar sobre la reforma judicial son los miembros del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, que hace un par de semanas publicaron un voluminoso “Análisis técnico de las 20 iniciativas de reformas constitucionales” contenidas en el plan C, donde vislumbran los estragos que puede causar la elección de jueces y magistrados. Por acto reflejo, AMLO arremetió contra los autores del estudio, y en vez de salir en su defensa, el rector Lomelí se apresuró a deslindar a la UNAM del herético estudio, como si fuera necesario aclarar que los investigadores tienen independencia de criterio. Su deleznable conducta no empaña el valor civil de los juristas que publicaron el análisis, pero tiende a desautorizarlos, como si la adhesión al gobierno en turno tuviera más valor que las credenciales académicas. Dicho en otras palabras: quien se oponga a las medidas draconianas del caudillo es una oveja negra de la universidad.
Por más avasalladora que haya sido la victoria del nuevo PRI en la pasada elección, detentar el poder absoluto no significa tener buenas ideas. Las locuras con respaldo popular han provocado las mayores catástrofes de la historia. La impartición de justicia requiere una cirugía mayor, no una carnicería, pero el poder está atropellando a los expertos mejor capacitados para implementarla. Si Claudia Sheinbaum de veras respeta el mérito profesional, en esta coyuntura tiene la mejor oportunidad para demostrarlo.