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Armando Sánchez 

Director
Alejandro Valenzuela

 

Category: Historias y Relatos Page 1 of 6

La Navidad de Ramón

Ramón Valenzuela nació en la Sierra del Bacatete el 25 de diciembre de 1917, hace 103 años… A pesar de que un pájaro de la suerte le auguró una vida que a él se le antojaba eterna, murió hace 30 años.

Mis padres, Ramón y la Gloría, eran de las familias que formaban parte de la gente que se apropió de Bácum, sabiendo que días habrían de venir en que a lágrima viva llorarían las consecuencias de ese despojo.

Un día de 1917, una partida de yaquis entró al pueblo echando bala, como lo hacían con mucha frecuencia, y en la refriega cayó muerto mi abuelo Ramón. El General Joaquín Ochoa, que comandaba la partida de yaquis, se robó a mi abuela, Balvaneda, y a su hijo, mi tío Cápula, y se los llevó a la sierra. Ella iba embarazada.

Restablecida la paz, pudieron regresar a Bácum. Habían pasado diez años y mi tío Cápula no se acostumbró a la vida yori. Como tenía novia, regresó al territorio de la tribu y se casó con ella, dando origen a una poderosa rama yaqui de la familia. Ramón, en cambio, que regresó siendo un niño, vivía con toda naturalidad en ambas culturas y a eso nos acostumbró…

Todas las noches, antes de dormir, Ramón nos contaba historias fantásticas y costumbristas que son hoy la parte más deliciosa de mi infancia.

LA ESPOSA YAQUI

Ya publiqué esta anécdota en 2013, pero como en estos años pasé de los sesenta, me atengo a que las personas de tal edad solemos repetir las historias una y otra vez…

Dije entonces que un día como hoy, 22 de noviembre, pero de 1963, oí una plática entre Lino Buitimea y Ramón, mi padre. El primero le informaba, agitado, que acababan de matar a John Kennedy, presidente de los Estados Unidos. Ramón, clavando la pala en el suelo (estaba construyendo una acequia) exclamó: ¡Chingue a su madre!, usando esa expresión lingüística que aquí se usa para expresar consternación. Luego, Lino, haciendo gala de su condición de hombre bien enterado (privilegio de quienes tenían radio de pilas amarrado a los manubrios de la bicicleta) le informó que la esposa, a la que se refirió como la Jackie, había salido ilesa.

Nuestra casa estaba en el monte y habíamos crecido rodeados de yaquis porque la nuestra era la única familia yori en kilómetros a la redonda. Así que, incapacitado a mis 6 años para saber de la existencia de las palabras homófonas, me pareció lo más normal que el presidente de los Estados Unidos hubiera tenido una esposa yaqui.

El Diablo y Catalina

En las comunidades yaquis hay muchas leyendas. Una de ellas es la del Diablo que se aparece tocando el violín en el cerro del Corazepe. Había un debate sobre la música que ejecuta el Demonio, pero la versión más fidedigna proviene de Pepe Pitavino, un italiano llegado a Vícam durante la Segunda Guerra Mundial y avecindado en la que antaño se llamaba la Calle de las Naciones Unidas, en la que además de él vivían los Riestra (llegados de España), los Ochi (de China), los Salomón (cuyo padre llegó de Palestina) y John Dedrick (médico gringo mandado por el Instituto Lingüístico de Verano a culturizar a los yaquis).

Pitavino se fue una noche a dormir al Corazepe y por la madrugada empezó a oír los acordes. Lucifer estaba inspirado: tocó el concierto número 1 de Paganini, un nocturno de Chopin y el Invierno de Vivaldi; luego ejecutó Dust in the wind, de Kansas y, después de tocar la Meregilda, se aventó el Requiem de Johannes Brahms…

El príncipe del averno toca muchas piezas –contó Pitavino al día siguiente–, pero es narcisista, lo mejor que toca es El diablo y Catalina de Antonin Dvorak.

El buque se llama Allende

Yo, que di mi sangre para determinar el genoma sonorense, digo que nuestro regionalismo está sobrevalorado… por los propios sonorenses. Vea las siguientes historias inconexas, pero engarzadas.

1. Tonatiuh Guillén, cuando era un simple investigador en El Colef de Tijuana y no el encumbrado personaje que es hoy, me dijo: “Tuve un acto de sinceridad a lo sonorense”. Ah sí, ¿y cómo es eso? –le pregunté con inocencia, pero con orgullo. Respondió: “Es que fui sincero a lo pendejo”.
2. El chileno Carlos Chávez, doctor en economía del medio ambiente, me dijo (allá en Fayetteville, Arkasas) que hablaba yo igualito al Chavo del Ocho. Me ofendí y hasta imité algunos acentos mexicanos para que viera la diferencia… No la vio. Luego, años después, Rubí y yo fuimos a París y allá, oímos a un niño español que dijo: “Oye Padre, estos hablan como el Chavo del Ocho.” Entonces me derrumbé: no había duda, era cierto…
3. En primero de primaria (1965), los niños no entendíamos que significaba “buque”. El profesor, Miguel Ángel Galdino, nos dijo que en el sur la gente no habla bien y que a los niños no les dicen “buquis”, como aquí, sino “buques”. Allende –concluyó muy contento– es el buqui que está junto al barco.

EL ESPÍRITU MEXICANO NO CONOCE FRONTERAS

Recién llegados a Tijuana, una muchacha nos dijo, como haciéndonos el favor, que allá se dice christmas y que las monedas mexicanas se las dan a los niños para que jueguen. La gente no trapea la casa, sino que la mapea (por el mop); una puerta no está trabada, sino laqueada (por Locked) y no aspira la alfombra, sino que vacuna la carpeta (por el vacuum the carpet). Sin embargo, muchos de quienes así hablan, no distinguen un adverbio (by) de un adiós (bye).

Pero un día, en San Diego (California), supimos que esa jerga es el delgado barniz que cubre el espeso espíritu mexicano. Una mujer, sin duda coterránea nuestra, nos quiso apantallar. La niña que la acompañaba era traviesa y quería caminar haciendo equilibrio por la guarnición de la banqueta. La mujer volteó a vernos y luego, dirigiéndose a la niña, le dijo: Becareful. La niña la ignoró, pero para su mala suerte se cayó aparatosamente. La madre, enfurecida, le dice: “¡Becareful, chingada madre, te estoy diciendo!”.

El Gerry y la Praxis

El Gerry Valenzuela se inauguró como revolucionario un 23 de octubre, pero de 1975. Tenía 16 años cuando se fue a la invasión del block 407 del valle del yaqui, se sometió al entrenamiento militar y se hizo merecedor de un rifle, lo que lo convirtió en miembro de la Guardia Campesina de Defensa.

La madrugada del 23, fueron desalojados a sangre y fuego y en la refriega cayeron muertos Juan de Dios Terán (el líder), Rafael López Vizcarra, Miguel Gutiérrez, Enrique Félix, Benjamín Robles Ruiz, Rogelio Robles Ruiz y Gildardo Gil Ochoa.

Rendidos, los combatientes tuvieron que entregar las armas y pasar por una tupida valla de soldados que los veían con odio, como si quisieran ajusticiarlos. Gerardo, con un pañuelo amarrado en la cabeza y con el cansancio a cuestas, se fue a Vícam ardiendo en calentura para que la Gloria lo reconfortara.

Todavía hoy mantiene una firme congruencia a pesar de las revoluciones fracasadas, la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del Bloque Soviético, el arribo de una transformación que cada vez parece más simulada y las abdicaciones vergonzosas de antiguos revolucionarios que ahora se conforman con maquillar la explotación capitalista.

La Divina Providencia

El maltrato a los profesores es muy común en las universidades privadas. Sueldos miserables, condiciones inhumanas, inestabilidad laboral, contratos que terminan cuando empiezan las vacaciones, alumnos burros y prepotentes… Lo sé porque yo trabajé en una universidad así en Tijuana y si no ha sido por mi buena suerte, me hubieran tratado muy mal.

Corrí a dos alumnos irrespetuosos de mi clase, y el caso llegó al rector, un sacerdote de muy finas maneras, que me puso las cosas en claro: que reconsiderara mi decisión porque le gustaría mucho que yo permaneciera en la planta de profesores. Tomé nota de la amenaza.

El destino me llevó a uno de esos barrios sin gracia del sur de la ciudad. Iba caminando por la maltrecha banqueta cuando un automóvil me tapó el paso al salir de un motel un tanto arrabalero. Mi sorpresa fue grande al ver que el conductor era el señor rector acompañado de una doña de bastante buen ver. Mayor fue mi alegría al ver que él también me había visto.

El lunes me apersoné en su oficina, tuvimos una breve y cordial conversación en la que le hice saber mi decisión: esos alumnos –le dije– no regresan a mi clase.

¡Señor profesor –me dijo el padrecito–, en el salón de clases usted es la autoridad! Allí quedó zanjado el diferendo gracias a la Divina Providencia que me puso en el camino del Señor Cura en el lugar y en el momento justos. Y no pedí aumento de sueldo nada más porque no soy abusivo.

Rodrigo y la Providencia

El 2 de julio de 1977, el Chevo Valdez y yo abordamos el tren de segunda, apodado El Burro, rumbo a la Ciudad de México. Llevábamos 500 pesos y la determinación de estudiar en la UNAM. El Edificio Chihuahua de Tlatelolco fue nuestra residencia por un año, pero una mañana, mientras dormíamos, el dueño llegó con equipo de soldadura para sellar la puerta del departamento, nos dio media hora para desalojar y fuimos a dar a los cuartos de la azotea.

Aunque la libertad era absoluta, pasamos por carencias extremas paliadas solamente por los métodos, no todos legales ni legítimos, que ingeniábamos para sobrevivir.

Como era verano, todos mis compañeros se fueron a Vícam y yo me quedé solo, mirando para todos lados, sin un cinco para comer. Estaba pensando en mis limitadas opciones cuando de pronto veo frente a mí, como una aparición, a mi compadre Rodrigo Gómez. Como todavía no era mi compadre, me dijo: ¡Quiúbole, Cabrón!

Lo ha de haber traído la Divina Providencia –pensé sin el más mínimo respeto a mi formación marxista. El hambre es el afloja todo de las ideologías, y más si, al borde de la inanición, llega un personaje solidario y con dinero, cuya presencia era el augurio de una francachela prolongada disfrutando al máximo el lujo inmenso de comer tres veces al día.

¡Arcabuz! –le dije con un hilito de voz. Nos dimos un abrazo pletórico de emoción y nos fuimos a comer…

Rubí y el Jardín de Rosas

El día que conocí a Rubí, la vi hermosa y menuda, vistiendo ropas enormes y malgastando el tiempo como si le sobrara. Todavía no cumplía los diecisiete años y me parecía un ser desvalido moviéndose con naturalidad por esa ciudad enorme, expuesta a los peligros de la imprudencia. Desde el primer instante tuve el presentimiento de una relación para siempre.

Revolucionario que soy, una noche la llevé a conocer el submundo de los olvidados. Nos internamos en un callejón estrecho y retorcido del Centro Histórico y observó de cerca a las putas pobres, a los borrachos perdidos, a los buscadores de amor pagado; oyó los insultos en lenguaje llano y supo de la violencia sorda de las profundidades de la vida.

Antes de casarnos, el 28 de julio de hace 36 años, le pregunté cómo se imaginaba la casa de mi familia en Vícam. Así –me dijo señalando una casa cualquiera. Me di cuenta que nunca le había contado que nuestra casa era de carrizo, con techo de paja y piso de tierra; que vivíamos en un solar enorme lleno de mezquites; que los perros, las chivas y las gallinas vagaban por la casa con entera libertad y que Ramón había plantado para la Gloria un rústico jardín de rosas que era el único adorno de la vivienda.

No ha estado en todas mis alegrías, pero me ha acompañado en todas las tristezas. Siempre he apoyado mi aparente fortaleza en su aparente fragilidad.

Yo la amo y amo todo lo que ella representa. Ella me ama (como dice Silvio Rodríguez) sin pedir nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. Le emocionan las cosas en grande, como un viaje alrededor del mundo, en hoteles de lujo, que finalice en Florencia, pero también ama el recuerdo de las pequeñas cosas, como el olor a tierra mojada de la casa de carrizo y el jardín de rosas de la Gloria.

El Bulivar


El Jarocho llegó a Vícam en los años cincuenta, y nunca dejó de extrañar el verdor de su tierra. Con enjundia contaba que había nacido con la luna de plata, con alma de pirata, rumbero y jarocho, trovador de veras.

¡Qué bonito habla don Jarocho, es un poeta! –decían las mujeres. Él, entornando los ojos, decía que había nacido donde hacen su nido las olas del mar, donde las noches son diluvio de estrellas, palmera y mujer. Hacía una pausa, miraba el suelo, emitía un suspiro y concluía: un día a sus playas lejanas tendré que volver… Nunca volvió.

Al poco tiempo de llegar, se casó con una mujer de apariencia frágil, pero de carácter recio, con aire de ingenuidad y hablar de arriero, que mucho contribuyó para que el Jarocho superara el sentimiento de desarraigo.

Un día, agobiado por el peso de la nostalgia, quiso mejorar el agreste y polvoriento paisaje que veía desde el mostrador de su tienda. Todos aquellos que ahora están en riesgo por el coronavirus no me dejarán mentir que por entonces la calle principal de Vícam era muy ancha.

Se le ocurrió que, como lo habían nombrado comisario del pueblo, podía construir un boulevard con muchos árboles, flores y fuentes de agua. Puso manos a la obra, pero pronto las autoridades yaquis llegaron a preguntarle que si con qué permiso hacía eso. El Jarocho, con ese aplomo contundente de los bienintencionados, les dijo: Señores, el progreso no necesita permiso. Pues sí –le contestaron– pero tú sí que lo necesitas. Si quieres andar haciendo bulivares, ve a hacerlos a tu tierra.

El Jarocho entregó la pistola y la placa y se dedicó a hacer dinero con el entonces próspero negocio de venderle fiado a los yaquis y, desde entonces, todo intento de embellecimiento de Vícam quedó muerto.

El nada discreto encanto de la burguesía


Felipe (el Güilo) Gámez incubó en su alma, debido a la pobreza, un odio instintivo contra la burguesía. En su casa, alimentar a los 17 hermanos era tan difícil que cuando alguno decía que tenía hambre, su papá exclamaba jubiloso: ¡Felicidades, eso significa que estás vivo!

Gente desprendida del consumismo y de los bienes materiales, la familia era alegre. Festejaban cualquier cosa con los vecinos: el Chango Fidel, el Chango Willy, el Chango Ortíz, el Chango Alamea, la Chayo Changa, el Lobo, el Gallo y el Perico… El barrio se llama La Jungla.

Se fue de Vícam para estudiar en la UNAM. Cuando tuvo en sus manos la credencial de estudiante exclamó: ¡ya chingué! Luego se fue a Tlalnepantla para conocer al proletariado. Allá se pasaba los días ilustrando a las bandas juveniles sobre la lucha de clases y la misión histórica del proletariado. Reprobó todas las materias, pero la culpa –decía– la tenía el capitalismo.

Con el instinto agudizado por el hambre, dio con los Hare Krishna, secta hinduista y adinerada que predica el sacrificio. Todos los días hacían oración y, al terminar, tenían un banquete … El Güilo iba al banquete, pero la oración era el precio que tenía que pagar.

Se iba poniendo cada vez más místico y empezó a revolver el marxismo con la prédica del fundador de la secta, Bhaktivedanta Swami Prabhupada, que decía que los dioses brahmanes reencarnaban en Krishna para reparar la injusticia, proteger a los virtuosos y castigar a los corruptos.

Un día nos sorprendió. Tengo que hacer un sacrificio –dijo muy serio– y ya sé cuál es: le voy a pedir a Dios que me castigue por hablar tan mal de los burgueses y que me convierta en uno de ellos.

El Fiestero y los Usos y Costumbres

El profesor JR, de Vícam, carece de ese espíritu de sacrificio que se necesita para cumplir con el apostolado de la docencia. Refuerza su abulia el hecho bien documentado de que los buquis no quieren aprender. Con éxito ha tramitado permisos que, por años, lo han mantenido alejado de las aulas.
En una ocasion, por un descuido, no renovó el permiso y cuando se dio cuenta, casi le da el soponcio. La cosa se puso peor porque las autoridades educativas quisieron aprovechar la oportunidad para hacer que el huidizo profesor retornara a las aulas. El pobre JR se sintió un tanto en el aire.
Amigo mío que es, accedí a su petición de que le escribiera una carta, cosa un tanto perturbadora porque se supone que un profesor sabe escribir. “Ponle al principio que no me presenté porque soy fiestero” –me instruyó. Me le quedé viendo con esa mirada que ponen los que no saben si reír o llorar.
Mira JR –le dije tratando de ser circunspecto–, en las comunidades yaquis ser fiestero es una cosa muy respetada, que implica una gran responsabilidad en el sistema de usos y costumbres, pero las autoridades educativas van a creer que eres simplemente un güevón que se fue de parranda.
¿Y qué ponemos? –me preguntó con cierta inocencia: Pongámosle que, siendo un miembro respetado en tu comunidad, las autoridades yaquis te han distinguido con fuertes obligaciones tradicionales, lo que te ha impedido gestionar el permiso para poder seguir desempeñando esas responsabilidades impuestas por la vida comunitaria…
La pasada Semana Santa me lo encontré muy contento, con máscara de cuero de chiva, tenábaris y cobija chapayequera al hombro.

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