VicamSwitch

Categoría: Historias y Relatos Página 1 de 6

Narrativas cortas y emocionantes.

UNA HISTORIA DE VÍCAM

Por Alejandro Valenzuela

  1. EL RANCHITO DE CASAS BLANCAS

 

Mis primeros amigos en Vícam fueron el Charo Durán y el hoy finado Monchi Soria. Entonces vivíamos en Casas Blancas, en un pequeño rancho que con mucho trabajo fue convertido en un lugar habitable en el que, además del jardín de la Gloria, había vacas, caballos, gallinas, árboles frutales, carne, huevo, leche, queso, chuales, quelites y chichiquelites.

Un día de septiembre nos despedimos en medio de la tristeza porque hasta entonces nadie se había ido de Bácum. Nos alejamos seguidos por una manada de perros ladradores y esa misma tarde fuimos a dar a un monte chaparro y tupido cerca de Casas Blancas en el que estaba una ramada de carrizo y un pretil para la lumbre.

Las primeras noches, el Hindo y el Galán se pasaban horas enteras ladrándole a los coyotes que merodeaban en el monte esperando la oportunidad de robarse a las gallinas que, por precaución, amarramos a las patas de los catres para protegerlas del asedio de los hambrientos animales.

Mientras la Gloria se afanaba por convertir la ramada en algo parecido a un hogar, Ramón y Moisés, que entonces era un adolescente, se dedicaban a desmontar, construir una noria, abrir espacio para el cultivo, construir corrales para los animales y, en fin, volver habitable aquel retazo de tierra.

Con mucho trabajo, aquel lugar se convirtió en un vergel. Con la acequia que construyeron llegó el agua y con el agua llegó la abundancia. Antes del invierno empezaban a llegar las mariposas y había que tener cuidado para no pisarlas porque le daban al campo el aspecto de una alfombra que reverberaba a la luz del sol. Se quedaban allí unos días y desaparecían hasta la próxima estación.

Todo lo que se producía era para el autoconsumo, pero era tanto que la Gloria lo regalaba al que pasara por allí y empezamos a gozar de la visita de muchas familias de Vícam que nos hacían el favor de ir por productos que de otra manera se hubieran echado a perder.

Muchos amigos de Ramón llegaban armados de pala y azadón para ayudar en la siembra del verano, como se le llama aquí a la siembra de sandías y melones. Uno de ellos era Don Julio Durán, a quien apodaban el Jarocho porque siendo salvadoreño la gente lo suponía oriundo de un lugar muy lejano, como Veracruz. Otro a quien se le deben muchas horas de trabajo fue Roberto Llánez, legendario personaje de Vícam autor de frases todavía célebres, como responder que “por culero y malo para atajar cochis” cuando uno tenía que explicar por qué le había pegado a alguien.

El Charo acompañaba a don Julio y el Monchi a Roberto. En ese entonces al Monchi casi no se le notaba el mal que lo haría andar toda su vida en muletas. Brincaba canales y subía a los árboles con la agilidad de un chango. Sin embargo, el incipiente

 

mal del Monchi no pasaba desapercibido para el Charo que, con esa risita burlona que lo caracteriza cuando va a empezar, le preguntaba que si se le estaba enchuecado la cremallera o se le estaba barriendo el cigüeñal.

Cuando Ramón nos llevó a vivir a Singapur, en una de sus peores decisiones, no volví a ver a mis amigos de entonces hasta que me los reencontré en la secundaria.

Hace días pasé por allí y la nostalgia me obligó a detenerme. Me quedé parado y vi al Monchi y al Charo chapoteando con nosotros en el agua cristalina de la acequia. Vi también el enorme sauce repleto de nidos, los árboles frutales y el verano repleto de sandías y melones… La ilusión duró sólo un instante y luego volvió la soledad, el terregal y el abandono que ahora reinan allí. Rápidamente me puse a escribir esta crónica para restaurar en mi memoria el esplendor con que recuerdo ese lugar tan añorado.

 

  1. EL BULLICIO DE LA CALLE PRINCIPAL

Frente a la soledad de los ranchos y caseríos del río yaqui, Vícam era una bulliciosa metrópoli. Los domingos eran bullangueros porque la música que salía de las rockolas de las cantinas competía con la programación de las bocinas de la tienda del Compadre.

La gente llegaba temprano y la primera parada era para desayunar en la caseta de Rafa el Carnitas, que estaba en la pura esquina, junto al restaurante Carta Blanca, de doña Chayo y Bardomiano Galindo, y de las que se decía que eran las carnitas más sabrosas del mundo.

El tránsito a pie, en carretas, a caballo y en carro era intenso. Las mujeres y los niños recorrían las calles buscando cosas que allá no había. Las panaderías del Chino Loco y de Teodoro Montiel trabajaban horas extras para cubrir la demanda del sabroso encargo porque, al regresar, lo primero que pedían los que no habían ido, eran las conchas, cortadillos, arepas, semitas, torcidos y todos los productos de esos olorosos hornos de leña.

Eran también horas de regocijo para las grandes tiendas de la calle principal, que en esos tiempos era muy ancha. Parados en la banqueta, don Tomás Jara (de la Tomahawk), Carlos Salomón, don Isidro, doña Reyna y el Jarocho invitaban a la gente a entrar. Además de la despensa, las mujeres buscaban telas, sandalias, guaraches de tres puntadas, sombreros, algunas joyas no muy caras conocidas entre los yaquis como guagüias y los famosos rebozos Santa María.

Mientras ellas hacían sus compras, los hombres, sobre todo los vaqueros con aspecto de recién llegados de caminos terregosos, se metían a las cantinas buscando un poco de diversión. Allí eran recibidos con los brazos abiertos por los dueños de esos establecimientos, que entonces abundaban, pero sobre todo por los cantineros que hacían su agosto devolviendo, de los 20 pesos recibidos, feria de 8 pesos en vez de 18

 

con el viejo truco de contar “dice uno”, dice dos” hasta “dice ocho”, aprovechando que los borrachos ya no carburaban.

Algunas familias recorrían el pueblo, empezando con una visita a la iglesia, donde oficiaba Felipe Rojo, un joven sacerdote originario de Pótam, que aprovechaba la misa para sermonear a algunos baquetones que sólo se paraban en el templo cuando los llevaba algún interés, que siempre era la muchacha con quién querían quedar bien. Se le quedaba viendo fijamente al interfecto y decía: “Estoy viendo desde aquí a una ovejita descarriada que no había visto antes, pero que seguramente algún interés la trajo para acá”. El aludido se hundía en la banca tratando de pasar desapercibido, pero donde Felipe ponía el ojo, había pecado.

En esas visitas, la gente aprovechaba también para ver a familiares y amigos. En ese tiempo, las calles no llevaban los nombres que después les puso el municipio, y la gente las conocía por el personaje que allí viviera. Como Vícam es un pueblo repleto de personajes, muchas veces la misma calle era conocida por más de un nombre. A Ramón le gustaba dar vuelta en la carretera, rumbo al norte, y entrar al pueblo a veces por la Calle de los Apaches (donde también vivía José Gómez y el Coco de Agua) o por la del Chepa, que vivía enfrente de don Crisóforo Pándura. Frente al enorme llano que empezaba donde ahora está el casino y terminaba en Recursos Hidráulicos (allí está ahora la secundaria y la plaza), dábamos vuelta por la calle de la Buitimea para ir a visitar a mi tía María, la mamá del Capulita Hachas y Machetes, que después de ver una película de vaqueros en el Cine López, cambió de Buitimea a Almada en honor a los famosos actores oriundos de Álamos.

Concluida esa visita, regresábamos por la calle de Alvarito, cruzábamos el llano y dábamos vuelta en la calle de Israel Barra, donde también vivían Diego Acosta, el Guely y la Chepa Villa. A veces dábamos vuelta en la calle del Indio Osuna para ir a la refresquería del Man Pándura para comprarnos una soda. Después, solo por pasear, pasábamos por la peluquería del Garzopeta, saludábamos a don Mario Castro, le dábamos la vuelta a la vieja comisaría y saludábamos al Mingo Soria, a Reyes Oney Trejo Canchey y a Nestor Cuén porque el objetivo era la peluquería de Lucio Calvario, un hombre con un extraordinario parecido a Ludwing van Beethoven, a donde nos llevaban para hacernos el corte de pelo. El peluquero le hacía gran honor a su apellido porque esos minutos en que nos trasquilaba con una máquina mecánica eran un verdadero calvario.

Al oscurecer, regresábamos al rancho. Nosotros, los chamacos, nos íbamos saboreando con ese momento en el que la Gloria pondría sobre la mesa la gran bolsa de pan dulce y la desgarraría para que cada quien escogiera el pan que más le gustaba; Ramón, que se había echado unos cuantos tragos de tequila, iba cantando unas canciones tan viejas que yo pensaba que él las había inventado. Voy por la vereda tropical / la noche plena de quietud / con su perfume de humedad… Cuando pasábamos a un lado de la casa de Lucas Taajincola, la voz armoniosa de Ramón se confundía con el canto de los grillos y el croar de las ranas. Luego escuchábamos el regocijo que mostraban con sus ladridos el Hindo y el Galán.

 

  • SALUDOS Y PARABIENES

Como otros comerciantes, Oscar Jacobo había llegado como vendedor ambulante de ropa usada que exhibía en un catre a la orilla de la calle principal. Como una estrategia de penetración comercial tan simple como efectiva, a todo el mundo le decía compadre. Así, la tienda del Compadre (donde atendía la Comadre) llegó a ser uno de los comercios más prósperos del lugar debido también a un detalle tecnológico: puso, en lo alto de un poste, bocinas que apuntan a los cuatro puntos cardinales. Por ese sistema de sonido transmitía la programación normal de la popular Radio Centro, excepto los comerciales. Cuando la emisora intercalaba un espacio de anuncios, el Compadre desconectaba la radio y anunciaba sus mercaderías.

Además de mensajes varios, en diciembre las familias usaban ese medio de comunicación para mandarse saludos, parabienes y felicitaciones. En esos días finales del año, por las bocinas desfilaban los nombres de las familias Aboyte, Acosta, Aguiar, Alarcón, Amador, Amézquita, Ángulo, Aquino, Arballo, Bacasegua, Basomea, Baumea, Buitimea, los Barullo de Juan, Barra, Bajo, Bernal, Bogarin, Borboa, Castro Lugo, los Camalones Cervantes propiedad privada de la profesora Lola Ojeda, los Cruz, los Cuevas del Chúcata, los Cuervos Quéhorasales, Durán, Estrella, Evangelista, Félix, los Franco de Ramón el vaquero, los Flores, los Galindo de Bardomiano, de Gelacio y de Leandro, los García del Chago, Gocobachi, los Green de la Chayito, los Guachinangos Sandoval, Guerrero, los Haro del Chuy Lagunilla, Hurtado, Iturbide, Jara, Jiménez, los Lagarda de don Reginaldo, los López de la Chana y el Caruy, los Lugo del Machaco, Luna, los Leyva del Neto, los Márquez en sus dos versiones, Mendoza, Mexía, Montiel, Mora, Morales, Ochi, los Ochoa de múltiples denominaciones, Ortiz, los Osuna y los Ozuna, Othon, Pándura, Ponce, Puertas, los Quintero del Tiraceite, Riestra, Salomón, Santacruz, los Sánchez en sus múltiples versiones, Soria, los Soto del Salpullido y los del Lore, Talamante, Valdez, los Valencia del Apache, los Vázquez del Chemo, Vidaurrázaga, Yánez, Urquidez, Vilchis, Zavala… y sígale usted porque la lista era muy larga a pesar de que podían haber cruzado la calle y darse los abrazos en vivo, aunque eso hubiera implicado quitarle el glamour de oír a los cuatro vientos el nombre de la familia.

Muchas veces, la picaresca popular armaba espontáneos sainetes callejeros para imitar esa amistosa costumbre. “Ay, sí –decía el Chuconelo, apodo que venía de la contracción de Pachuco Balvanedo, que se anunciaba como pintor de casas a domicilio–, yo le mando abrazos a la Justina Cachecuero”… Y seguía la lista de los invocados: el Cacalino, el Cara de Cinco, el Capulita, la Chayo Changa, el Chupas, el Colindres, el Cuarenta, el Cuervo, el Culebrita, el Diego Motor, el Gallo, el Iguana, el Kinkas, el Mamut, el Mano Frita, el Minuto, el Ocho, el Pantera, el Patón, el Peterete, el Poca Luz, la Rompecatres, el Tajuma, el Tapir, el Teleburro, el Tracas, el Trapo, los distinguidos personajes del barrio de las Cuatro Leches (Poca Leche, Come Leche, Mucha Leche y Sin Leche, además del Gordo Lechero, exiliado del barrio), y aquí también sígale usted que la lista es más larga aun.

 

En esos tiempos, la diversión dependía enteramente del estado de ánimo… de ese ánimo carrilludo en el que todos eran el objeto de la burla de todos por todo y por nada. Las opciones eran tan escasas que la raza se juntaba todas las tardes en la plaza para darle duro a esa alegría sin muchos sustentos.

Si uno no tenía la suerte de encontrar pronto a los amigos, se enfrentaba al viacrucis de recorrer el pueblo buscándolos. Como dijo el finado Alfredo Castro Lugo, en aquellos tiempos remotos, el teléfono celular no formaba parte ni siquiera de la ciencia ficción, así que si querías ver a alguien, te ibas a su casa arriesgándote a no encontrarlo y tener que recorrer el pueblo de punta a punta. Buscando a los amigos, preguntando en las esquinas por ellos, uno podía terminar en tertulias totalmente impredecibles cuando salías de tu casa. Afortunadamente, el grupo con el que yo me juntaba tenía dos refugios: la casa de doña Magui Aguiar, alegre, generosa y cantadora, que nos alcahueteaba casi todo, y la de los Apaches, donde la Virginia nos recibía y nos cuidaba con actitud maternal a pesar del desmadre que armábamos.

 

  1. LOS CLUBES

Hubo una época en que la gente de bien (denominación hoy en desuso) organizaba clubes donde se discutía con pasión el destino de Vícam, de las comunidades yaquis, de México y del mundo. En ese orden. Pancho Salomón, acucioso cronista de aquellos tiempos, nos cuenta la siguiente historia sobre los clubes.

El primer club que hubo, a principio de los años sesenta, se llamaba Jacaranda y estaba formado por las distinguidas damas Alma Lorenia Cantú, Chayito Ruedaflores, Luly Arballo, Migdelina Encinas, así como los caballeros Daniel Camacho, Rito Castro, Nacho Cantú, entre otros muchos personajes.

Otro club de jóvenes era el de Los Chicos Malos, donde estaban Rodolfo Villareal, Manuel Cruz, Carlos Piña y el telegrafista de entonces, cuyo nombre no recordamos. Este club de malosos reforestó la periferia del llano que está frente a Recursos Hidráulicos. Todavía en la actualidad se puede ver un eucalipto que se conserva en pie a pesar de que el abandono parece afectarlo. Este mismo grupo construyó la primera cancha de basquetbol, que estuvo ubicada a un costado de la pilona de piedra cuya ruina está a un lado del consultorio del Issste.

El Club Samay, muy recordado hoy en día, funcionó en los primeros años setenta. Sus miembros eran Luchi, Martha, Irma y María Camacho, Carlota Higuera, Luisa Alarcón, Rosita y Alicia Martínez, Griselda y Elba Terminel, Socorrito Barra, los hermanos Jara (Edgardo, Leonel y Fernando), el Chato Sánchez, Gastón Galindo, René Liera, Carlos Salomón, Ernesto Aguiar, el Zurdo Manuel Barra, entre otros… Este grupo se dedicaba, básicamente a organizar rumbosos bailes que aún son recordados por quienes tienen suficiente edad.

El último club que hubo en Vícam fue el Sayla, pero el más importante por su duración y obras realizadas fue el del Seis. Del Sayla hay poco qué decir, salvo que se formó al calor de la Fernandomanía, ocasionada por los éxitos de Fernando

 

Valenzuela con los Dodgers de Los Ángeles, y que se reunían en la antigua casa de los Salomón, que tuvieron que reparar. Los contertulios eran Pepe Ortega, el Chalón González, el Güero Flores, Pancho Evangelista, Roberto Isordia, Nacho Gómez, el Dr. Rigoberto López, el Dr. Enereo, Armando Sánchez, Roberto y el Rey Félix, Octavio Montiel, Rubén Hurtado, Herbey Murillo, Rodrigo Gómez, el profesor Rivera Manzanares, Jaime Cuevas, Carlos y Pancho Salomón, Gregorio Ramírez, Zapata, Francisco Ramírez, el Chatot, Ricardín Lizárraga, Beto León, Franky Buitimea y Luis Sepúlveda, entre muchos otros.

El Club de los Seis nació en la panadería de Teodoro Montiel a partir de las visitas dominicales de Beto Encinas, el Gusano Ceballos, Ramiro Márquez, el profesor Humberto Arcila y Bardomiano Galindo. Pronto la tertulia empezó a crecer y la panadería fue insuficiente. Entonces cruzaron la calle y se empezaron a reunir en la casa de Ramón Limón. Ya allí, se sumaron profesores recién llegados como los hermanos Rubén y Javier Alfaro, Javier Delgado y Nacho Gómez; también empezaron a recalar allí las hermanas Helena y Nachita Cupiz, Juanita López, Herlinda Espinoza, Lupita y Herlinda Estrella, Zita Bacasegua, Chayito Guerrero, Enrique Quiroz, Norberto Castro, Ricardo Monge, Jorge Acosta, Raúl Jara, Cesáreo Pándura. No pasó mucho tiempo en que se les ocurriera organizar un evento social y, en un rumboso baile presidido por el comisario Severiano Puertas, Raquelita López fue coronada como la Reyna del Club en 1970.

No se sabe de quién fue la idea, pero el nombre de Seis significaba servicio e interés social. La primera obra del club fue el cerco perimetral del panteón. El supervisor fue el ingeniero Gabriel Martínez y el ejecutor Roberto Yánez. Dice la leyenda popular que Roberto Yánez, al terminar el trabajo, volteó hacia las tumbas y dijo: “ahora sí, sálganse culeros”, inscribiendo una frase más a su largo repertorio. Ese día, el club en pleno se reunió a la sombra de un frondoso mezquite y festejaron echándose una abundante cantidad de heladas bebidas de malta y lúpulo.

Después de Severiano Puertas, asumió la comisaría don Isidro del Real, propietario de una de las tiendas más grandes del pueblo. Una de sus primeras acciones fue la realización del primer carnaval en Vícam. Le pidió a Ramón Limón que el Club de los Seis se encargara de la organización y ellos, entusiastas, abrazaron la encomienda. Eligieron al rey feo, quemaron el mal humor y en la tribuna se leyó un hilarante texto con críticas tan ácidas contra los principales del pueblo que muchos de ellos se molestaron. Uno de los más ofendidos fue don Isidro y, en un arranque de autoritarismo, le ordenó a Ramón (que era secretario de la comisaría) que “corriera de su casa a esa bola de borrachos”… Fue tal la indignación que el profesor Humberto Arcila, que nunca abandonó su típico acento meridiano, exclamó: “¡Coño!, hay que formar un periódico para denunciar esas arbitrariedades”. Cesáreo Pándura le tomó la palabra y allí mismo nació La Presencia de Vícam. Al principio se llamó La Presencia del Bacatete, luego La Presencia de las Comunidades Yaquis y, por fin, con el nombre con el que ahora todos la recordamos.

 

El famoso semanario se confeccionaba al calor de las pláticas allí sostenidas. Cesáreo tecleaba lo que oía y lo que discutían en una máquina de escribir Remington sobre un esténcil que se imprimía en mimeógrafo. La Presencia de Vícam dominó la escena del pueblo durante dos décadas. Heredero de El Bacatete Dominical, fundado por don Miguel Tamayo, La Presencia registraba todos los hechos importantes del pueblo. Por desgracia, hasta donde se sabe, nadie guardó una colección completa de ese famoso medio de comunicación.

 

  1. LOS RUSIANOS Y LOS LUNÁTICOS

Don Alberto Delgado tenía una tienda donde se vendía de todo, incluyendo destilado de petróleo para atizar la lumbre y encender las lámparas, muy demandado en aquellos años en que no todo mundo tenía luz eléctrica. Don Alberto tenía una pierna en mal estado, por lo que se desplazaba penosamente por entre las cosas que tenía a la venta.

Todas las tardes se sentaba a la sombra del guamúchil a hojear el Diario del Yaqui y muchas veces los niños del barrio se sentaban a su alrededor porque les leía en voz alta historias verosímiles que inventaba de acuerdo con la imagen de las fotografías.

Recién realizado el primer viaje a la luna, una de esas tardes abrió el periódico, les enseñó la foto de un cohete volando en el espacio abierto, y empezó su lectura de fantasía: “Un cuete rusiano llegó a la luna. Los astronautas caminaron un rato saludando a los lunáticos y por la noche los valientes viajeros del espacio regresaron a la tierra trayendo con ellos unas piedras luminarias capaces de alumbrar una habitación”.

Después de ese descanso, don Alberto se dirigía a la refresquería del Man Pándura, a donde muchos iban a platicar. Por entonces, las únicas pantallas más o menos disponibles eran la del cine López, que tenía un módico costo, y la televisión, que tenía una programación exigua y una resolución de imagen muy mala, además de que eran pocas las familias que tenían una.

La refresquería del Man estaba ubicada en la antigua calle de las Naciones Unidas, llamada así porque en ella estaban las casas de las familias extranjeras o con ascendencia extranjera que vivían en Vícam, como los Salomón (originarios de Palestina), los Riestra (llegados de España), John Dedrick (de los Estados Unidos), Pepe Pitavino (que llegó de Italia), los Ochi (cuyos antepasados llegaron de China), los Coffey y la Gringa del Gliserio (familias que no vivían en esa calle, pero que eran parte de esa pequeña comunidad).

Entre los que se juntaban allí estaban los profesores Manuel Rosel, Reyes Oney Trejo Canchey y Humberto Arcila, entre muchos otros. Por ese entonces, la Secretaría de Educación enviaba a muchos jóvenes egresados de la Escuela Normal a Vícam, que era el fin del mundo para alguien llegado de Yucatán. Estos sacrificados apóstoles de la educación llegaron con la intención de irse en cuanto cumplieran con ese noviciado, pero les sucedió lo que les sucede a todos los profesionistas que llegan a

 

Vícam, que hacen su vida aquí. Llegaron armados sólo de unos cuantos libros y de una convicción inquebrantable; a la ética le decían decencia y a la tolerancia le llamaban respecto, aunque debatían con pasión todos los temas que entonces definían al mundo.

Pepe Pitavino era un hombre de mediana estatura, delgado, con una barba blanca y abundante, usaba una boina beige, pantalones bombachos sostenidos con tirantes y siempre traía en la boca una pipa de marinero. Procedente de Italia, llegó a Tórim durante la Segunda Guerra Mundial. En Vícam, donde se estableció después, tenía fama de que siempre andaba buscando tesoros porque en Tórim en encontró uno. En Tórim todos encuentran tesoros. El profesor Urbalejo encontró en su patio un costal de billetes Panchos Villa de valor casi nulo. También, en una carrera, uno de los caballos metió la pata en un hoyo y aventó unos cuantos centenarios; la gente, olvidándose de la carrera, se abalanzó para agarrar por lo menos uno. Mi tío Cápula llegó a la casa con tres.

Pitavino estaba matando el aburrimiento mirando la calle con la cara entre las manos y los codos en el mostrador, cuando lo sorprendió una lumbre azulada que salió de la tierra, junto al mezquite de enfrente. Corrió hasta el lugar y lo señaló con una cruz. Esa noche encontró unas barras de oro que a la larga le dieron más dolor que satisfacción. Para cuando se estableció en Vícam, el oro era solamente una leyenda y el italiano se dedicaba a criar gallinas y a recoger leña en el monte.

El Man Pándura era comunista de la línea pro soviética, leía con pasión los materiales que difundía la Editorial Progreso de Moscú y, parado en medio de la concurrencia, fumándose un cigarro Rialto y secándose una mano en el delantal blanco que usaba para atender a la clientela, disertaba sobre los temas de su preferencia. Cuando hablaba, gustaba de poner énfasis en sus palabras extendiendo la mano y apuntando el suelo con el dedo índice, al tiempo que lo subía y lo bajaba al ritmo de su discurso, en una evidente imitación de las poses que adoptaba su admirado Comandante Fidel Castro.

De vez en cuando llegaba allí John Dedrick, que era un médico enviado a las comunidades yaquis por el Instituto Lingüístico de Verano y que se pasaba los días recorriendo los pueblos tratando de inculcar hábitos higiénicos para evitar enfermedades que, según él, provenían de la arraigada costumbre de tomar agua directamente del canal.

Los más radicales decían que Dedrick era espía del imperialismo y que venía a culturizar a los yaquis. La verdad, era sólo un médico abnegado que luchaba sin cuartel contra enfermedades que trajeron los conquistadores. Los que lo defendían tenían un argumento muy poderoso: que en Vícam no había nada que espiar.

 

  1. LA MÚSICA Y EL BAILE

Que el sábado hubiera baile, era un gran acontecimiento. La gente, la que bailaba y la que no, ese día se bañaba y se vestía con las mejores ropas. Las muchachas podían

 

quedarse sin comer, pero no sin estrenar un esos días de regocijo. Uno de los primeros aprendizajes femeninos era el equilibrio para caminar con zapatillas de puntiagudos tacones en esas calles en las que hasta el tránsito a caballo se dificultaba.

Entre los hombres, aunque se seguía usando ese pantalón de mezclilla que la gente llamaba, con orgullo incomprensible, el Original, los sombreros y las botas vaqueras prácticamente se dejaron de usar en los setentas y, en cambio, se usaban prendas muy modernas, aunque no tanto como las del Zavalita, que solía ponerse camisas floreadas con elástico en la cintura. La terlenka y los pantalones acampanados le daban un colorido inusual a la plaza del pueblo, aunque uno tenía que cuidarse de no acercarse demasiado a la lumbre porque esa tela se derrite con el calor y podía pegarse en la piel con dolorosas consecuencias.

También cambiaron los gustos musicales. La música de los Cadetes de Linares, los Alegres de Terán, los Gorriones de Topo Chico, los Noreños de Mazatlán y los Relámpagos del Norte, se dejó casi exclusivamente para el final de las borracheras. Los jóvenes mudaron a Queen, Creadence, Pink Floyd, Led Zeppelin, Rolling Stones, Emerson, Lake & Palmer, Bachman-Turner-Overdrive… y acaparaban la rockola de Los Carrizos, la popular refresquería del profesor Nacho Gómez.

Sin embargo, el verdadero pegue lo tenía la música de los grupos románticos en español como los Terrícolas, los Ángeles Negros, los Yonics, los Fredys, los Solitarios, los Bríos, los Mueca y los Golpes. Cómo era un sueño ver a esos grupos en vivo, la gente se conformaban con las interpretaciones de La Brisa de Corrales, de los Waways de Lalo Amarillas y, desde luego, de la Libertad, grupo viqueño de los hermanos Cupis, donde cantaban Ramiro Gómez y el Monchi Soria.

Como en Vícam la gente es desinhibida, había personajes que ya desprovistos de la vergüenza, bailaban solos en medio de la pista e inventaban pasos de baile que, a los ojos de los extraños, debían resultar expresiones de borrachos sin remedio. Uno ellos era el Naylon.

Brígido Jara, el Naylon, el personaje más entrañable de Vícam, era flaco y alto, con cara de hacha y pelo largo, usaba piocha y un bigote delgado al estilo de Buffalo Bill; tenía los ojos como encendidos y escupía por un colmillo; usaba sombrero arriscado, chaleco de piel, botas vaqueras, un viejo revolver sin balas y una estrella de cinco puntas en el pecho con la inscripción de “sheriff”, lo que le daba el aspecto de un vaquero del viejo oeste. Nunca se refería a la gente por su nombre, sino por sus parentescos. Saludaba a alguien llamándolo, por ejemplo: “Quiubo, hijo de doña Eufemia”. En sus tiempos juveniles llegaba a la cantina atendida por Mingo Soria, volteaba para todos lados para ver si no había forasteros y al acercarse a la barra pedía un whisky doble y Mingo le daba lo de siempre, un vaso grande de cascagüín.

Cuando había baile, dueño de una gran desinhibición dancística, bailaba solo toda la noche ensayando pasos tipo country, del sur de los Estados Unidos, que eran la alegría de los mirones. Pasaba los días en la calle principal del pueblo ejerciendo lo que su fantasía le dictaba, que era ser el sheriff de Vícam. En esa escenificación,

 

asustaba a los recién llegados con la amenaza de que los iba a matar. Cuando el forastero lo veía, él se pasaba el dedo índice sobre el cuello, sacaba la lengua y torcía los ojos como si se estuviera muriendo. El recién llegado se la creía y muerto de miedo iba a buscar la protección del comisario, que casi siempre era el Indio Osuna.

Otro bailarín famoso era el Tito, hermano del Pedrín, pionero del ritmo que unos años después le daría fama mundial a John Travolta. Cuando salió la película Fiebre de Sábado por la Noche, y causó revuelo en el resto del mundo, el Tito dijo que ese ritmo ya estaba pasado de moda. La gente solía creer que el actor hollywoodense habría pasado por Vícam un sábado por la noche llevándose de aquí estilo y nombre para la película que lo haría famoso.

Si no había baile, la gente se alistaba como si lo hubiera, se iba a la plaza y daba vueltas y vueltas dándole a la noche un ambiente festivo basado en la plática.

Algunos se iban a sus casas, otros se quedaban platicando en las esquinas y los más afortunados encontraban una mesa desocupada en los billares de Israel Barra, el Peludo, el Quililín y el Cachimbas, donde las carambolas, dado lo desnivelado del terreno, dependían más de azar que de la habilidad para jugar.

Los que traían dinero se echaban unos tacos con el Gucho, a las afueras del casino, y los que andaban enamorados recalaban en La Primavera, de doña Chayo Galindo, para tomarse uno de esos chocomiles que, sin lugar a dudas, eran los mejores del mundo.

Con el ir y venir de la gente, el pueblo terminaba inmerso en una nube de polvo en la que se desvanecía el ambiente festivo y el ir y venir sin sentido, poniéndosele fin a la diversión.

 

  • EL CINE Y LOS BORRACHOS

Durante muchos años funcionó el cine López, que no tenía techo. Si la película le aburría, uno podía ver la luna y las estrellas. En ese cine se proyectaban de jueves a domingo lo que el Palillo Acosta anunciaba como “un gran programa doble nacional y extranjero”.

Siendo acaso la única diversión a la mano, se hacía hasta lo imposible para juntar el dinero de la entrada y, de ser posible, para sodas y golosinas que allí se vendían. Cuando llegaba el jueves, grupos de jóvenes se dirigían hacia el cine haciendo que la diversión empezara desde que se reunían, ya sea en la plaza o en alguna casa.

El componente extranjero del programa era una película hablada en inglés que servía para que la gente amenizara un relajo que terminaba abruptamente en el instante en que empezaba la película nacional. Mientras la gente se dedicaba a lanzarse toda clase de objetos, a entablar pleitos a mano limpia por cualquier diferencia, a platicar y reír a carcajadas, en la pantalla del Cine López se desarrollaron las más grandes historias de amor, las aventuras más estremecedoras, las conspiraciones más intrincadas y los dramas que habrían arrancado lágrimas si los hubieran visto. Todas

 

las superproducciones mundiales desfilaron por esa pantalla ante la absoluta indiferencia de la gente.

De pronto se detenía el relajo; hasta los enamorados ponían en suspenso la pasión para no perderse ni un instante de esa historia llevada a la pantalla por los Estudios Churubusco-Azteca y protagonizada por los actores y las actrices de la peor época del cine nacional…

Las bancas eran de madera y había dos secciones: la galería (una especia de gradas en la parte trasera) y la luneta, que era el área principal. Si el dinero juntado no era suficiente, se compraban boletos para la galería y en cuanto se relajaba la severidad de la vigilancia, se brincaban a la luneta, donde el relajo era muy entretenido.

Un día, la gente amaneció con la noticia de que el cine había sido cerrado por salubridad bajo el argumento incomprensible de que había pulgas. Si acaso había pulgas, cosa que no sabemos, es seguro que a nadie habría molestado la existencia de esos minúsculos animalitos.

Fue un golpe bajo a la diversión. Ese jueves, la gente andaba como pollitos sin gallina o, como dijera una vieja canción, como papa sin capsup, como nopal sin lo baboso y, algunos, como Tarzán sin su puñal. Nadie podía creer que el cine estuviera cerrado.

No se sabe a ciencia cierta, pero se puede especular que eso contribuyó a que la chavalada se diera a la borrachera. Tomar se hizo cultura y las pláticas se plagaron de presunciones sobre los días que cada quien llevara pisteando, del número de borracheras en el año o de la edad, entre más temprana más prestigio, en que se había empezado a tomar.

Como un signo de aquellos tiempos, la borrachera (como lo mal hablado) se consideraba una mala costumbre en las mujeres y, aquellas que lo practicaban en público, se enfrentaban al desprestigio. En los varones, en cambio, era un signo de hombría, sobre todo por la falsa valentía a que induce el alcohol. Había borrachos muy admirados por sus familiares cercanos y cuando hablaba, se le atendía con respeto y podía llegar incluso a despertar orgullo entre algunos miembros de su familia. Cuando uno preguntaba por alguien, casi nunca le decían que estaba trabajando, aunque lo estuviera. “Por ahí ha de andar pisteando” –decían en su casa para hacerlo quedar bien.

Sin embargo, había límites. Nadie quería que sus hijos anduvieran como aquel legendario borrachito viqueño que un día se cayó, sintió mojado el pantalón, temió que se hubiera quebrado la botella que acababa de comprar con muchos esfuerzos y exclamó desesperado: “Dios mío, que sea sangre, que sea sangre”.

Vícam había estado por encima de otros pueblos porque tenía cine. Cuando lo cerraron, la gente entendió ese dicho que dice que nadie sabe lo que tiene, hasta que lo ve perdido.

Pronto, el cine se convirtió en fuente de nostalgia y en tema de pláticas. Empezaron a surgir anécdotas que adquirían visos de aventura. Todos tenían un recuerdo de

 

aquella vez que intentaron entrar sin pagar. Algunos recurrían al gastado (e inútil) recurso de la amistad con la Alba Quiroz, la hija de Enrique Peluquero. Otros contaban del día en que, aprovechando las aglomeraciones a la entrada, quisieron colarse a la película, pero se tuvieron que quedar afuera porque se toparon con la descomunal vigilancia de Severo Lagarda.

 

  • CIRCOS Y HÚNGAROS

Una consecuencia del cierre del Cine López es que empezaron a aparecer por aquí los cines de húngaros y los cirquitos ambulantes.

En 1974, el presidente de la república visitó Vícam. La historia es muy conocida: un grupo de estudiantes, organizados por el director de la secundaria, se acercó al mandatario aprovechando que estaba entregando la central de maquinaria a los yaquis, y mandaron por delante a la Paty Corvera para que ella, valiente desde chiquilla, le pidiera una preparatoria, que ahora es el CBTA 26.

Al presidente, dicen, le gustaron tanto las comunidades yaquis, que prometió regresar en diciembre de ese mismo año para pasar aquí la Navidad. Tengo la impresión de que nadie creyó que cumpliría esa promesa, así que cuando se apareció por aquí, nadie estaba preparado. Hubo espanto total entre los anfitriones porque no había hoteles y en Vícam ninguna casa era suficientemente buena para alojar a tales huéspedes.

Ya se imaginaban que, cuando quisiera ir a cagar, le tendrían que decir: “Allá está el excusado, señor presidente, y a un lado hay un gancho de alambre con recortes de periódico. Por favor, haga caso omiso del olor”.

En su desesperación, encontraron la solución en Pótam, donde se había instalado un cirquito llamado Atracciones González. Como era asunto de seguridad nacional, no tuvieron dificultades para despojar al dueño del negocio y habilitar el circo como estancia presidencial.

Carece de importancia lo que hicieron el presidente y su familia en esos días, aunque se sabe que le organizaron una fiesta con pascola, matachín y Danza del Venado. Lo relevante es que una vez que el presidente se hubo ido, el Sr. González, visionario que era, cambió el nombre de su negociación y le puso El Circo Presidencial.

Con ese sólo cambio de denominación, más el aura de que en su carpa se hubiera alojado el presidente de México y su familia, el cirquito hizo su agosto durante diciembre, enero y febrero.

Así como el Circo Presidencial, muchos otros circos, unos malos y otros peores, recorrían los pueblos del río poniendo a disponibilidad de los habitantes la única diversión al alcance de la mano.

 

Los húngaros llegaban cargando sus cosas en viejos troques de redilas e instalaban el cine, donde proyectaban sus películas del Santo, de Pedro Infante, de Antonio Aguilar y los hermanos Almada.

Se instalaban en los llanos, cercaban un perímetro con una lona y colocaban una sábana blanca sobre la que se proyectaba la película.

Armando Sánchez describe magistralmente esas tardes en que empezaban a anunciar la película y que un húngaro prometía, a través del aparato de sonido, que comenzarían nomás se acabara la marcha de Zacatecas. El problema era que, para desesperación de la gente, la marcha se tocaba una y otra vez con la esperanza de que aumentara la venta de boletos. El húngaro animaba a la gente diciéndole: “Apúrele para que alcance campo, porque nos está llegando mucha gente en camiones, en carros y en lanchas, ¡córrale, córrale!, habrá muchos balazos, moquetes y trompadas en la función de esta noche”.

La gente mayor llegaba con su silla; la chamacada se sentaba en el suelo. Cuando el húngaro veía que ya no habría más venta, apagaban las luces, la gente soltaba un grito de emoción y de las modernas lámparas de carburo salía un poderoso chorro de luz que proyectaba las imágenes en la blanca sábana que servía de pantalla.

Algunos cines duraban en Vícam uno, dos y hasta tres meses. Luego se iban y al tiempo llegaban otros. Un día ya no regresaron.

Ahora, si un joven anda de novio y quiere llevar a la muchacha al cine, debe armarse de valor porque el gasto será grande. Para empezar, si no tienen carro (lo que es lo más común), deben tomar la poteña para Obregón, que cobra 48 pesos por persona (192 en total por los dos); luego, ya en la ciudad, ni modo de hacer caminar a la muchacha hasta el cine, hay que tomar el camión que cobra 12 pesos (súmele 48); en el cine, por los dos boletos hay que pagar 110; el muchacho se quiere hacer el tontito, pero no le queda más remedio que preguntarle a la muchacha que si quiere algo; ella, aprovechando la recta, pide un combo, él no pide nada porque el de ella cuesta 140 pesos. Total, que la ida al cine sale mínimo en 500 pesos… Y eso, sin cenar.

Por eso, si no han de reabrir el cine López, y aprovechando que ya se acabó la competencia de las videocaseteras, ¡por lo menos que vengan los húngaros!

 

  1. EL PIPANORA

Un día de diciembre de 1975, entró a Vícam una reluciente pipa cargada de tequila con un hoyo en el lado por donde salía un grueso chorro del embriagante líquido. Eso fue, poniéndonos espirituales, como una de esas bendiciones caídas del cielo porque hacía más de un mes que el recién designado gobernador, Alejandro Carrillo Marcor, había mandado cerrar todas las cantinas del pueblo, que no eran pocas.

El 23 de octubre de ese año, la policía desalojó a los campesinos de San Ignacio Río Muerto, que habían invadido el block 717 del valle del yaqui, asesinando a siete de ellos. El gobernador Carlos Armando Biebrich prometió que “se hará justicia,

 

llegaremos hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga”. El único que cayó fue él, y no por un asunto de justicia, sino porque había caído de la gracia del presidente.

El mismo presidente nombró como sustituto a Alejandro Carrillo Marcor, viejo cardenista que lo único que recordó del cardenismo es que el decreto de restitución del territorio a los yaquis prohibía la venta de bebidas alcohólicas. A pesar de esa prohibición, Vícam prospero por medio de un engranaje donde las cantinas jugaban un papel crucial.

El engranaje funcionaba así: Las treinta mil hectáreas de cultivo eran sembradas, administradas y cosechadas por el Banrural que, al final del ciclo agrícola, entregaba la liquidación; al salir del banco, los yaquis recién liquidados se encontraban con los comerciantes que, libreta en mano, les cobraban el mandado que les habían fiado por seis meses; pasada la aduana de la deuda, estaba la línea de los músicos, ofreciendo sus servicios basados en una tarifa por canción y entre varios contrataban un conjunto; después contrataban dos taxis, uno para ellos y otro para los músicos; daban unas vueltas por las calles del pueblo antes de recalar a la cantina de su preferencia. Allí terminaban de gastar el dinero.

Dicen los que estuvieron entonces que en la madrugada salía de sus casas una pequeña multitud de chamacos que recorrían las calles del centro buscando borrachos botados para bolsearles lo poco que les hubiera quedado.

Las mujeres visionarias, hacían que el marido, al salir del banco, les diera una parte del dinero cobrado, con lo que se iban a las tiendas y se ajuareaban de ropa, zapatos y de algún gustito muy necesario para la vida femenina e infantil. También compraban algo de despensa que les duraba unos cuantos días. Terminadas las reservas, reiniciaban el ciclo.

El día que cerraron las cantinas, Vícam se veía como abandonado. Un polvo a ras del suelo recorría las calles solitarias mientras las familias en sus casas se preparaban con desgano para la Navidad.

Cuando la pipa entró al pueblo arrojando un chorro de tequila por la herida del costado, la gente que andaba en la calle, y que ya había caído en estado de resignación, lo vio como una aparición. El relumbroso transporte etílico entro por la calle principal, dio vuelta junto a la comisaría y se estacionó a un costado de la plaza, frente a la Escuela Secundaria Federal Lázaro Cárdenas.

Como en Vícam hay muchos conocedores, no faltó quien, con el puro olor, empezara a esparcir con algarabía la buena nueva: ¡Es bacanora!, es ¡bacanora!, gritaba emulando a Rodrigo de Triana cuando, desde la Pinta, la Niña y la Santa María, vio por primera vez tierras americanas.

La noticia corrió por el pueblo, la alegría retornó a los hogares, la gente salió a las calles cargando baldes, cubetas, bidones, tambos, botellas y todo aquello que pudiera servir de recipiente. Rápidamente se hizo una fila que pronto llegó hasta la caseta donde la familia Chacón Bacasegua vende los mundialmente famosos tacos de nada.

 

La borrachera empezó esa misma tarde y todavía en febrero uno podía encontrarse borrachos con pipanora.

 

  1. LA FATALIDAD

El 31 de diciembre 1976 la noche nos agarró en San José de Bácum. De pronto nos dimos cuenta de la hora y salimos corriendo porque queríamos llegar a los abrazos de año nuevo. Nos amontonamos en el Maverik que mi compadre Rodrigo Gómez andaba estrenando y agarramos la carretera.

Cuando pasamos el cerro del Tosalcawi, íbamos, como se dice en lenguaje culto, hechos la madre. Sentíamos que el carro apenas tocaba el pavimento dándonos la sensación de que flotábamos. La adrenalina inhibe el miedo y desarma ante el peligro… Unos minutos antes de las 12 estábamos en Vícam, sanos y salvos, inmersos en el ritual de los abrazos.

No todos los que desafiaron al destino lograron salir vivos. Esa imprudencia, así como accidentes de verdad, producto de la cruel fatalidad, son la causa de muchos velorios que se han celebrado en Vícam.

Dicho sea al margen, la cultura popular mexicana le ha dado a los velorios el carácter de eventos místicos donde se combina la tristeza con la alegría, sobre todo para quienes no son dolientes cercanos o tan cercanos. Un día de hace muchos años, mi compadre Pancho Barra le dijo a un primo suyo que vivía en Providencia, que fuera a Vícam porque iba a haber quinceañera. El primo, sin pensarlo, le contesta: “Estás loco, si va a ver velorio en Providencia”.

Entre nosotros, nadie ve mal que los acompañantes se echen algunos alcoholes para pasar la noche velando a los muertos. Con el transcurrir de las horas, la gente se platica entre sí las virtudes del muerto salpicando la plática con chistes que a veces incluyen al finado. El chiste de los chistes de velorio es que no se puede soltar la carcajada y uno se tiene que reír entre dientes, aguantándose las ganas.

Es probable que las primeras víctimas de la carretera fueran los hermanos Ofelio y Arturo Pándura, hijos de don Crisóforo y de doña Reyna, y hermanos de Crisóforo, del Man y de Ceráreo.

La historia nos la contó Doña Cristina (Quitina) Montiel Viuda de Félix (en el Vícam Switch No. 37). Dice Quitina que ese día fatal de 1955, Ofelio andaba con Arturo, que estudiaba en la Ciudad de México y había llegado de vacaciones a Vícam. Fueron a la boda de Mercedes Cuevas, se tomaron unos tragos, cantaron unas canciones (entre ellas la Negra Noche, que el Man había pedido con obsesiva insistencia) y, concluida la fiesta, decidieron irse a Obregón en la troquita que usaban para el negocio familiar.

A los pocos minutos llego la noticia de que habían tenido un accidente en la Y griega de Bácum. Mucha gente fue al lugar de accidente. Ofelio estaba a un lado de la carretera y Arturo debajo del carro. Tenían 25 y 20 años de edad, respectivamente. Don Alfonso Encinas, como juez del pueblo, dio fe de lo sucedido. Dice Quitina que

 

cuando don Crisóforo tuvo a Arturo en los brazos, le gritaba que si porqué se había muerto si él iba a ser presidente de la república. Allí mismo, Israel Barra y Bardomiano Galindo recibieron la ingrata misión de ir a darle la infausta noticia a Cesáreo.

Nadie recuerda que haya habido accidentes automovilísticos en los años sesentas. Nuestros acuciosos lectores lo recordarán, si los hubo, pero hay una vívida memoria de los que hubo en los setentas. Entre ellos destaca el del Chuy Angulo y Jesús Antonio Posadas, muertes que sorprendieron al pueblo, que se preparaba para un gran baile, que fue suspendido.

También se recuerda hasta el presente el accidente donde perdió la vida Alvarito Ortiz, que venía rumbo a Vícam en un dompe en compañía del ahora finado Manuel Alfonso (el Meño) Zayas, que salió ileso. La muerte de Alvarito inauguró una prolongada racha de fatalidad para la familia Ortiz González que, desde entonces, ha padecido otros seis decesos, incluyendo a doña Licha, que murió de Covid durante la pandemia.

La carretera se llevó también a Pancho Ramírez, que venía de la Playa las Calaveras a recoger algunas cosas que necesitaban en el campamento que cada Semana Santa instalaban a la orilla del mar.

De manera indirecta, la carretera se llevó también al Camello Félix. En ese tiempo, tenía planes de casarse con María Jesús Ramírez, mejor conocida como la Chuyita (hija de doña Rosa Cota Murillo), pero en las maniobras un trailer lo aplastó. Dicen en el pueblo que la Chuyita ya tenía comprado el vestido para la boda y, viuda antes de llegar al altar, lo guardó hasta que ella también falleció en otro accidente automovilístico. Fue sepultada vestida de novia y ahora ambos yacen en la misma tumba.

Otros accidentes fatales de aquellos tiempos fueron el del Pancho Badilla, donde el Monchi Soria salió relativamente ileso porque lo único que se quebró fue una pierna y, para fortuna de él, fue la que de todas maneras no le servía. El Monchi estaba predestinado a morir en un accidente, pero el que le quitó la vida sucedió muchos años después en la fila de carros que se hacía por el Precos de Oroz.

En una misma noche, en un mismo accidente, murieron el Cuate Cervantes y los dos hijos de Quililín Méxía, Rubén y el Cuco; luego, viniendo de Pueblo Vícam, perdió la vida Arnoldo Gómez y, más recientemente, los familiares de Chayo Zavala.

La lista de muertes fatales es en Vícam inusualmente larga y siempre es una lástima omitir nombres, y más tratándose de muertos. Las personas viven mientras haya quien los recuerda, pero la memoria es flaca. Así que si usted recuerda a algún fallecido trágicamente en accidente automovilístico, póngalo en los comentarios para que forme parte de este memorial colectivo de nuestros difuntos.

 

  1. CRÓNICA SANGRIENTA

 

 

El Vícam que he descrito a lo largo de estas historias ha desaparecido. Aquel pueblo tranquilo, amable y generoso, donde uno podía caminar por sus calles a cualquier hora o dormir en catres en el patio, ha desaparecido. El inicio del fin, si acaso no me falla la memoria, fue (¿qué otra cosa podría ser?) un hecho de sangre.

Estaba amaneciendo y el rugir de los carros despertó a la gente. No digo que los despertó el rechinar de llantas porque, a diferencia de ahora, que la Principal es una calle estrecha, pero pavimentada, entonces no había en Vícam ni un metro de pavimento aunque, eso sí, las calles eran muy anchas.

Los perseguidos dejaron la carretera internacional por la calle de Evaristo Félix y los perseguidores les dieron alcance frente a la casa de don Julio Durán, a un lado de la escuela Porfirio Buitimea.

En medio de una densa nube de polvo, se recortó la figura de un hombre de cuya mano derecha pendía un arma larga con el cañón todavía humeante. A sus pies, otro se arrastraba por el suelo empujándose con el muñón del brazo izquierdo. Alcanzada la orilla, se recargó en el cerco y vio el cañón del arma como si también lo estuviera viendo a él. Lo último que oyó fue un chasquido metálico y vio un resplandor que salía del cañón de la AK47. El balazo le abrió la cabeza por atrás en dos partes, como una sandía a la que se le ha dado un hachazo en pleno centro. La sangre esparcida escurría por los carrizos del cerco y formaba gotas alargadas que colgaban de los alambres de púas.

La mano del muerto había quedado a media calle. Tenía las marcas de una llanta y las uñas estaban arrancadas, vueltas hacia atrás, como si el ahora occiso se hubiera tratado de agarrar a la tierra. Al parecer, quiso escapar dejándose caer del carro todavía en marcha, con la caída se le quebró la pierna derecha a mitad de la canilla, se arrastró hacia el cerco de la calle y fue entonces cuando la llanta le pasó por encima desprendiéndole la mano.

La camioneta de los perseguidos estaba echada sobre la cerca de la escuela. En el asiento estaban los cuerpos de otros dos hombres. El que iba junto al piloto tenía cinco balazos distribuidos en el cuerpo (uno de ellos le había arrancado la punta de la nariz). El otro tenía una especie de caverna sanguinolenta en lo que había sido el ojo derecho, de donde salía un hilo de sangre que seguía escurriendo todavía a esas horas, casi las ocho de la mañana. El vidrio frontal del carro estaba estrellado y todo embarrado de sangre y pellejos, como si aquellos hombres hubieran tallado el vidrio con sus manos sangrantes.

Cuando llegaron la policía y la prensa, solamente estaba el carro de los perseguidos. Los perseguidores, como siempre, huyeron con rumbo desconocido. Un policía abrió la puerta del que tenía el balazo en el ojo y de ella escurrió un grueso hilo de sangre, que formó en el suelo un charco que, en minutos, se ennegreció.

 

Los niños de la primaria empezaron a llegar. En lugar de ir a sus salones, corrían hacia la cerca, donde se apeñuscaban para ver el espectáculo. “Mira güey, la mano que está tirada en la calle, está como queriendo agarrar tierra. ¡Qué curado!”; “Guacha al del poste, se parece al Terminator malo” (el niño se refería a la película Terminator, The Judgement Day). En el patio de la escuela, los profesores hacían inútiles esfuerzos para arriar a los niños a los Honores a la Bandera. La infancia estaba en pleno éxtasis y arrobamiento por la violencia y la sangre derramada.

Allí mismo, el jefe de los policías le dijo a los reporteros una frase inédita: que se llegaría hasta las últimas consecuencias, caiga quien caiga, y que todo indicaba que había sido un ajuste de cuentas. Los periodistas tomaron nota y los de la ley terminaron su trabajo y todos, muy satisfechos, se fueron y se olvidaron del asunto.

 

  • QUÉDESE CON EL RECUERDO

Vícam era un pueblo tranquilo y divertido que por las tardes olía a tierra mojada. Al recuerdo de ese olor está unida la figura de Eugenio Félix Osuna, mejor conocido como el Tecua, el chofer de la pipa que regaba las calles. Sobre él me contó Pancho Salomón una historia muy simpática. Según eso, don Tomás Jara, dueño del casino que entonces era centro de reunión, le habría dicho al Tecua: “Mira Eugenio, no pueden entrar porque aquí no se admiten personas de dudosa reputación”.

Había sucedido que ese día, 31 de diciembre, viniendo de Obregón, Eugenio llegó al prostíbulo de Bácum, que en aquellos años estaba junto al río, se echó unos tragos y congenió tanto con una de las muchachas que la invitó al baile.

El baile de fin de año era uno de los acontecimientos más esperados por la crema de la sociedad viqueña. El Tecua llegó con la muchacha abrazada para presumirla, pero en la puerta los detuvo Camilo Cuevas, el encargado de cuidar el orden, y llamó al dueño para que les explicara por qué no podían entrar. Entonces, don Tomás le dijo lo de la dudosa reputación mientras miraba a la muchacha que lo acompañaba.

“¿Dudosa reputación?” –preguntó el Tecua indignado. “No, mi Tomahawk. Esta no es de dudosa reputación. Es puta, y todo mundo lo sabe. Las que son de dudosa reputación son las que están allá adentro”.

Ese pintoresco personaje era quien regaba las calles todas las tardes y en las mañanas de los días festivos.

El recuerdo más nítido que tengo del Vícam de aquellos años es de un suceso que aconteció la mañana del cinco de mayo de 1974.

Era domingo y el pueblo olía a tierra mojada, se respiraba paz y quietud, el aire estaba claro, el cielo azul intenso y la gente se saludaba entre sí, intercambiaba algunas palabras y seguía su camino para buscar un buen lugar desde donde ver el desfile.

 

Yo estaba sentado en una banca de la plaza esperando que llegaran mis compañeros del contingente de la secundaria.

En la esquina de la comisaría, bajo la sombra del árbol, el Indio Osuna y Ramón Limón sostenían una animada plática que, seguramente, tenía que ver con los problemas del pueblo que tendrían que resolver.

El profesor Juan Manuel Partida pasó junto a mí cantando alegremente una canción que entonces estaba de moda: “Te traigo estas flores/ porque no encontré palabras/ palabras de amor/ que no sé cómo expresarlas”… Cruzó la calle, saludó con abrazos estruendosos al comisario y al secretario y se unió a la plática.

Muchos años después de esa bucólica escena, sentados en la terraza de un restaurante de la bella ciudad de Mérida, estaban en animada plática mi compadre Bardomiano Galindo y el profesor Humberto Arcila que, habiendo llegado a Vícam en su primera juventud, dedicó toda su vida profesional a la enseñanza de decenas de generaciones de niños que pasaron por sus aulas. El profesor se jubiló y, a pesar de tener toda una vida en Vícam, decidió ir a radicar a su tierra natal. Allí, degustando los sabrosos platillos de la comida yucateca, Arcila dijo algo que le salió del alma: “¡Tengo muchas ganas de regresar a Vícam!”.

Vícam ya no era lo que había sido. Ahora se está pudriendo en el abandono, en la violencia, la inseguridad, el deterioro del paisaje urbano, en la carencia de servicios, en la ausencia de autoridades (ya se sabe que cuando hay muchas autoridades es como si no hubiera ninguna), ya no se hacen aquellos festivos carnavales y ni siquiera las ceremonias oficiales, como el Grito de Independencia y el Desfile, se hacen igual.

Lo de ahora es el terregal, las calles intransitables, el desorden vehicular, la apropiación particular de los espacios públicos y de las calles, la violencia y la impunidad. La calle principal, que era una gran avenida, es ahora una calle estrecha, sin banquetas e incluso el Asta Bandera, inaugurada el 24 de febrero de 1959, hoy está en ruinas…

Pensando en ese deterioro, mi compadre Bardomiano le respondió a Humberto Arcila: “No vaya, profesor, quédese con el recuerdo; si va, se va a llevar una gran desilusión”.

La Navidad de Ramón

Ramón Valenzuela nació en la Sierra del Bacatete el 25 de diciembre de 1917, hace 103 años… A pesar de que un pájaro de la suerte le auguró una vida que a él se le antojaba eterna, murió hace 30 años.

Mis padres, Ramón y la Gloría, eran de las familias que formaban parte de la gente que se apropió de Bácum, sabiendo que días habrían de venir en que a lágrima viva llorarían las consecuencias de ese despojo.

Un día de 1917, una partida de yaquis entró al pueblo echando bala, como lo hacían con mucha frecuencia, y en la refriega cayó muerto mi abuelo Ramón. El General Joaquín Ochoa, que comandaba la partida de yaquis, se robó a mi abuela, Balvaneda, y a su hijo, mi tío Cápula, y se los llevó a la sierra. Ella iba embarazada.

Restablecida la paz, pudieron regresar a Bácum. Habían pasado diez años y mi tío Cápula no se acostumbró a la vida yori. Como tenía novia, regresó al territorio de la tribu y se casó con ella, dando origen a una poderosa rama yaqui de la familia. Ramón, en cambio, que regresó siendo un niño, vivía con toda naturalidad en ambas culturas y a eso nos acostumbró…

Todas las noches, antes de dormir, Ramón nos contaba historias fantásticas y costumbristas que son hoy la parte más deliciosa de mi infancia.

LA ESPOSA YAQUI

Ya publiqué esta anécdota en 2013, pero como en estos años pasé de los sesenta, me atengo a que las personas de tal edad solemos repetir las historias una y otra vez…

Dije entonces que un día como hoy, 22 de noviembre, pero de 1963, oí una plática entre Lino Buitimea y Ramón, mi padre. El primero le informaba, agitado, que acababan de matar a John Kennedy, presidente de los Estados Unidos. Ramón, clavando la pala en el suelo (estaba construyendo una acequia) exclamó: ¡Chingue a su madre!, usando esa expresión lingüística que aquí se usa para expresar consternación. Luego, Lino, haciendo gala de su condición de hombre bien enterado (privilegio de quienes tenían radio de pilas amarrado a los manubrios de la bicicleta) le informó que la esposa, a la que se refirió como la Jackie, había salido ilesa.

Nuestra casa estaba en el monte y habíamos crecido rodeados de yaquis porque la nuestra era la única familia yori en kilómetros a la redonda. Así que, incapacitado a mis 6 años para saber de la existencia de las palabras homófonas, me pareció lo más normal que el presidente de los Estados Unidos hubiera tenido una esposa yaqui.

El Diablo y Catalina

En las comunidades yaquis hay muchas leyendas. Una de ellas es la del Diablo que se aparece tocando el violín en el cerro del Corazepe. Había un debate sobre la música que ejecuta el Demonio, pero la versión más fidedigna proviene de Pepe Pitavino, un italiano llegado a Vícam durante la Segunda Guerra Mundial y avecindado en la que antaño se llamaba la Calle de las Naciones Unidas, en la que además de él vivían los Riestra (llegados de España), los Ochi (de China), los Salomón (cuyo padre llegó de Palestina) y John Dedrick (médico gringo mandado por el Instituto Lingüístico de Verano a culturizar a los yaquis).

Pitavino se fue una noche a dormir al Corazepe y por la madrugada empezó a oír los acordes. Lucifer estaba inspirado: tocó el concierto número 1 de Paganini, un nocturno de Chopin y el Invierno de Vivaldi; luego ejecutó Dust in the wind, de Kansas y, después de tocar la Meregilda, se aventó el Requiem de Johannes Brahms…

El príncipe del averno toca muchas piezas –contó Pitavino al día siguiente–, pero es narcisista, lo mejor que toca es El diablo y Catalina de Antonin Dvorak.

El buque se llama Allende

Yo, que di mi sangre para determinar el genoma sonorense, digo que nuestro regionalismo está sobrevalorado… por los propios sonorenses. Vea las siguientes historias inconexas, pero engarzadas.

1. Tonatiuh Guillén, cuando era un simple investigador en El Colef de Tijuana y no el encumbrado personaje que es hoy, me dijo: “Tuve un acto de sinceridad a lo sonorense”. Ah sí, ¿y cómo es eso? –le pregunté con inocencia, pero con orgullo. Respondió: “Es que fui sincero a lo pendejo”.
2. El chileno Carlos Chávez, doctor en economía del medio ambiente, me dijo (allá en Fayetteville, Arkasas) que hablaba yo igualito al Chavo del Ocho. Me ofendí y hasta imité algunos acentos mexicanos para que viera la diferencia… No la vio. Luego, años después, Rubí y yo fuimos a París y allá, oímos a un niño español que dijo: “Oye Padre, estos hablan como el Chavo del Ocho.” Entonces me derrumbé: no había duda, era cierto…
3. En primero de primaria (1965), los niños no entendíamos que significaba “buque”. El profesor, Miguel Ángel Galdino, nos dijo que en el sur la gente no habla bien y que a los niños no les dicen “buquis”, como aquí, sino “buques”. Allende –concluyó muy contento– es el buqui que está junto al barco.

EL ESPÍRITU MEXICANO NO CONOCE FRONTERAS

Recién llegados a Tijuana, una muchacha nos dijo, como haciéndonos el favor, que allá se dice christmas y que las monedas mexicanas se las dan a los niños para que jueguen. La gente no trapea la casa, sino que la mapea (por el mop); una puerta no está trabada, sino laqueada (por Locked) y no aspira la alfombra, sino que vacuna la carpeta (por el vacuum the carpet). Sin embargo, muchos de quienes así hablan, no distinguen un adverbio (by) de un adiós (bye).

Pero un día, en San Diego (California), supimos que esa jerga es el delgado barniz que cubre el espeso espíritu mexicano. Una mujer, sin duda coterránea nuestra, nos quiso apantallar. La niña que la acompañaba era traviesa y quería caminar haciendo equilibrio por la guarnición de la banqueta. La mujer volteó a vernos y luego, dirigiéndose a la niña, le dijo: Becareful. La niña la ignoró, pero para su mala suerte se cayó aparatosamente. La madre, enfurecida, le dice: “¡Becareful, chingada madre, te estoy diciendo!”.

El Gerry y la Praxis

El Gerry Valenzuela se inauguró como revolucionario un 23 de octubre, pero de 1975. Tenía 16 años cuando se fue a la invasión del block 407 del valle del yaqui, se sometió al entrenamiento militar y se hizo merecedor de un rifle, lo que lo convirtió en miembro de la Guardia Campesina de Defensa.

La madrugada del 23, fueron desalojados a sangre y fuego y en la refriega cayeron muertos Juan de Dios Terán (el líder), Rafael López Vizcarra, Miguel Gutiérrez, Enrique Félix, Benjamín Robles Ruiz, Rogelio Robles Ruiz y Gildardo Gil Ochoa.

Rendidos, los combatientes tuvieron que entregar las armas y pasar por una tupida valla de soldados que los veían con odio, como si quisieran ajusticiarlos. Gerardo, con un pañuelo amarrado en la cabeza y con el cansancio a cuestas, se fue a Vícam ardiendo en calentura para que la Gloria lo reconfortara.

Todavía hoy mantiene una firme congruencia a pesar de las revoluciones fracasadas, la caída del Muro de Berlín, el derrumbe del Bloque Soviético, el arribo de una transformación que cada vez parece más simulada y las abdicaciones vergonzosas de antiguos revolucionarios que ahora se conforman con maquillar la explotación capitalista.

La Divina Providencia

El maltrato a los profesores es muy común en las universidades privadas. Sueldos miserables, condiciones inhumanas, inestabilidad laboral, contratos que terminan cuando empiezan las vacaciones, alumnos burros y prepotentes… Lo sé porque yo trabajé en una universidad así en Tijuana y si no ha sido por mi buena suerte, me hubieran tratado muy mal.

Corrí a dos alumnos irrespetuosos de mi clase, y el caso llegó al rector, un sacerdote de muy finas maneras, que me puso las cosas en claro: que reconsiderara mi decisión porque le gustaría mucho que yo permaneciera en la planta de profesores. Tomé nota de la amenaza.

El destino me llevó a uno de esos barrios sin gracia del sur de la ciudad. Iba caminando por la maltrecha banqueta cuando un automóvil me tapó el paso al salir de un motel un tanto arrabalero. Mi sorpresa fue grande al ver que el conductor era el señor rector acompañado de una doña de bastante buen ver. Mayor fue mi alegría al ver que él también me había visto.

El lunes me apersoné en su oficina, tuvimos una breve y cordial conversación en la que le hice saber mi decisión: esos alumnos –le dije– no regresan a mi clase.

¡Señor profesor –me dijo el padrecito–, en el salón de clases usted es la autoridad! Allí quedó zanjado el diferendo gracias a la Divina Providencia que me puso en el camino del Señor Cura en el lugar y en el momento justos. Y no pedí aumento de sueldo nada más porque no soy abusivo.

Rodrigo y la Providencia

El 2 de julio de 1977, el Chevo Valdez y yo abordamos el tren de segunda, apodado El Burro, rumbo a la Ciudad de México. Llevábamos 500 pesos y la determinación de estudiar en la UNAM. El Edificio Chihuahua de Tlatelolco fue nuestra residencia por un año, pero una mañana, mientras dormíamos, el dueño llegó con equipo de soldadura para sellar la puerta del departamento, nos dio media hora para desalojar y fuimos a dar a los cuartos de la azotea.

Aunque la libertad era absoluta, pasamos por carencias extremas paliadas solamente por los métodos, no todos legales ni legítimos, que ingeniábamos para sobrevivir.

Como era verano, todos mis compañeros se fueron a Vícam y yo me quedé solo, mirando para todos lados, sin un cinco para comer. Estaba pensando en mis limitadas opciones cuando de pronto veo frente a mí, como una aparición, a mi compadre Rodrigo Gómez. Como todavía no era mi compadre, me dijo: ¡Quiúbole, Cabrón!

Lo ha de haber traído la Divina Providencia –pensé sin el más mínimo respeto a mi formación marxista. El hambre es el afloja todo de las ideologías, y más si, al borde de la inanición, llega un personaje solidario y con dinero, cuya presencia era el augurio de una francachela prolongada disfrutando al máximo el lujo inmenso de comer tres veces al día.

¡Arcabuz! –le dije con un hilito de voz. Nos dimos un abrazo pletórico de emoción y nos fuimos a comer…

Rubí y el Jardín de Rosas

El día que conocí a Rubí, la vi hermosa y menuda, vistiendo ropas enormes y malgastando el tiempo como si le sobrara. Todavía no cumplía los diecisiete años y me parecía un ser desvalido moviéndose con naturalidad por esa ciudad enorme, expuesta a los peligros de la imprudencia. Desde el primer instante tuve el presentimiento de una relación para siempre.

Revolucionario que soy, una noche la llevé a conocer el submundo de los olvidados. Nos internamos en un callejón estrecho y retorcido del Centro Histórico y observó de cerca a las putas pobres, a los borrachos perdidos, a los buscadores de amor pagado; oyó los insultos en lenguaje llano y supo de la violencia sorda de las profundidades de la vida.

Antes de casarnos, el 28 de julio de hace 36 años, le pregunté cómo se imaginaba la casa de mi familia en Vícam. Así –me dijo señalando una casa cualquiera. Me di cuenta que nunca le había contado que nuestra casa era de carrizo, con techo de paja y piso de tierra; que vivíamos en un solar enorme lleno de mezquites; que los perros, las chivas y las gallinas vagaban por la casa con entera libertad y que Ramón había plantado para la Gloria un rústico jardín de rosas que era el único adorno de la vivienda.

No ha estado en todas mis alegrías, pero me ha acompañado en todas las tristezas. Siempre he apoyado mi aparente fortaleza en su aparente fragilidad.

Yo la amo y amo todo lo que ella representa. Ella me ama (como dice Silvio Rodríguez) sin pedir nada, o casi nada, que no es lo mismo, pero es igual. Le emocionan las cosas en grande, como un viaje alrededor del mundo, en hoteles de lujo, que finalice en Florencia, pero también ama el recuerdo de las pequeñas cosas, como el olor a tierra mojada de la casa de carrizo y el jardín de rosas de la Gloria.

El Bulivar


El Jarocho llegó a Vícam en los años cincuenta, y nunca dejó de extrañar el verdor de su tierra. Con enjundia contaba que había nacido con la luna de plata, con alma de pirata, rumbero y jarocho, trovador de veras.

¡Qué bonito habla don Jarocho, es un poeta! –decían las mujeres. Él, entornando los ojos, decía que había nacido donde hacen su nido las olas del mar, donde las noches son diluvio de estrellas, palmera y mujer. Hacía una pausa, miraba el suelo, emitía un suspiro y concluía: un día a sus playas lejanas tendré que volver… Nunca volvió.

Al poco tiempo de llegar, se casó con una mujer de apariencia frágil, pero de carácter recio, con aire de ingenuidad y hablar de arriero, que mucho contribuyó para que el Jarocho superara el sentimiento de desarraigo.

Un día, agobiado por el peso de la nostalgia, quiso mejorar el agreste y polvoriento paisaje que veía desde el mostrador de su tienda. Todos aquellos que ahora están en riesgo por el coronavirus no me dejarán mentir que por entonces la calle principal de Vícam era muy ancha.

Se le ocurrió que, como lo habían nombrado comisario del pueblo, podía construir un boulevard con muchos árboles, flores y fuentes de agua. Puso manos a la obra, pero pronto las autoridades yaquis llegaron a preguntarle que si con qué permiso hacía eso. El Jarocho, con ese aplomo contundente de los bienintencionados, les dijo: Señores, el progreso no necesita permiso. Pues sí –le contestaron– pero tú sí que lo necesitas. Si quieres andar haciendo bulivares, ve a hacerlos a tu tierra.

El Jarocho entregó la pistola y la placa y se dedicó a hacer dinero con el entonces próspero negocio de venderle fiado a los yaquis y, desde entonces, todo intento de embellecimiento de Vícam quedó muerto.

El nada discreto encanto de la burguesía


Felipe (el Güilo) Gámez incubó en su alma, debido a la pobreza, un odio instintivo contra la burguesía. En su casa, alimentar a los 17 hermanos era tan difícil que cuando alguno decía que tenía hambre, su papá exclamaba jubiloso: ¡Felicidades, eso significa que estás vivo!

Gente desprendida del consumismo y de los bienes materiales, la familia era alegre. Festejaban cualquier cosa con los vecinos: el Chango Fidel, el Chango Willy, el Chango Ortíz, el Chango Alamea, la Chayo Changa, el Lobo, el Gallo y el Perico… El barrio se llama La Jungla.

Se fue de Vícam para estudiar en la UNAM. Cuando tuvo en sus manos la credencial de estudiante exclamó: ¡ya chingué! Luego se fue a Tlalnepantla para conocer al proletariado. Allá se pasaba los días ilustrando a las bandas juveniles sobre la lucha de clases y la misión histórica del proletariado. Reprobó todas las materias, pero la culpa –decía– la tenía el capitalismo.

Con el instinto agudizado por el hambre, dio con los Hare Krishna, secta hinduista y adinerada que predica el sacrificio. Todos los días hacían oración y, al terminar, tenían un banquete … El Güilo iba al banquete, pero la oración era el precio que tenía que pagar.

Se iba poniendo cada vez más místico y empezó a revolver el marxismo con la prédica del fundador de la secta, Bhaktivedanta Swami Prabhupada, que decía que los dioses brahmanes reencarnaban en Krishna para reparar la injusticia, proteger a los virtuosos y castigar a los corruptos.

Un día nos sorprendió. Tengo que hacer un sacrificio –dijo muy serio– y ya sé cuál es: le voy a pedir a Dios que me castigue por hablar tan mal de los burgueses y que me convierta en uno de ellos.

Página 1 de 6

Todos los derechos reservados ©2024 Vícam Switch