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Categoría: Historias y Relatos Página 2 de 6

Narrativas cortas y emocionantes.

El Fiestero y los Usos y Costumbres

El profesor JR, de Vícam, carece de ese espíritu de sacrificio que se necesita para cumplir con el apostolado de la docencia. Refuerza su abulia el hecho bien documentado de que los buquis no quieren aprender. Con éxito ha tramitado permisos que, por años, lo han mantenido alejado de las aulas.
En una ocasion, por un descuido, no renovó el permiso y cuando se dio cuenta, casi le da el soponcio. La cosa se puso peor porque las autoridades educativas quisieron aprovechar la oportunidad para hacer que el huidizo profesor retornara a las aulas. El pobre JR se sintió un tanto en el aire.
Amigo mío que es, accedí a su petición de que le escribiera una carta, cosa un tanto perturbadora porque se supone que un profesor sabe escribir. “Ponle al principio que no me presenté porque soy fiestero” –me instruyó. Me le quedé viendo con esa mirada que ponen los que no saben si reír o llorar.
Mira JR –le dije tratando de ser circunspecto–, en las comunidades yaquis ser fiestero es una cosa muy respetada, que implica una gran responsabilidad en el sistema de usos y costumbres, pero las autoridades educativas van a creer que eres simplemente un güevón que se fue de parranda.
¿Y qué ponemos? –me preguntó con cierta inocencia: Pongámosle que, siendo un miembro respetado en tu comunidad, las autoridades yaquis te han distinguido con fuertes obligaciones tradicionales, lo que te ha impedido gestionar el permiso para poder seguir desempeñando esas responsabilidades impuestas por la vida comunitaria…
La pasada Semana Santa me lo encontré muy contento, con máscara de cuero de chiva, tenábaris y cobija chapayequera al hombro.

Tolentino, la Loba y el coronavirus

La última vez que vi a Tolentino en persona fue una tarde de 1980 en la Ciudad de México. Iba ondeando una bandera roja, mientras gritaba: “¡Al paredón reformistas, adelante marxistas-leninistas”! Su dura mirada se dirigía a quienes, supongo, le parecían merecedores de ser pasados por las armas revolucionarias. Tránsfuga de los trigales del Valle del Yaqui, se sentía en su elemento.
Tolentino militaba en una organización ultra-clandestina llamada Grupo Bolchevique. Se decía en los corrillos de la organización que tenía una relación tan estrecha con el líder, Aquiles Córdova, que dormían juntos.
Muchos años después de aquella tarde de 1980 lo volví a ver en la pantalla de la televisión. Estaba trenzado a golpes en medio de la multitud, rodeado de fuego, humo y sangre. La disputa era por el poder que entonces detentaba María Eulalia Guadalupe Buendía Torres, la Loba, cacique de Chimalhuacán, un arrabal de inmensos basureros poblados de pobres y zopilotes.
Tolentino no abandonó a Aquiles ni siquiera cuando el Lenin Mexicano (así le gustaba que lo llamaran) abjuró de la revolución proletaria para fundar Antorcha Campesina, el grupo de choque al servicio del PRI. Esa fidelidad lo llevó a merecer la presidencia municipal de Chimalhuacán.
El triunfo fue para Tolentino el premio a años de abnegación y sufrimiento organizando la traicionada revolución en las barriadas miserables del Valle de México.
La Loba fue remitida al penal de Santa Martha Acatitla, donde purgaría una condena de 500 años si no hubiera sido porque el coronavirus la mató ahorrándole 480 años de prisión.

El Cochito

(Con enorme cariño para mi querida amiga Bertha Alicia)

Es casi imposible relacionar el amor con un marrano… Por entonces, 1976, llegó al CETA 26 un emisario del DGTA con la misión de aplacar una revuelta estudiantil. Mire compa –le dijo El Vaga– aquí todos somos marxistas–leninistas. Qué bueno, contestó el de la DGTA, porque los marxistas son científicos, no agitadores.
El Pablo Plascencia pidió la palabra. Desgarbado y muy parecido a Aniceto Verduzco y Platanares, se aventó un larguísimo rollo sobre las luchas revolucionarias y concluyó con una frase que la ganó los vítores y la admiración de sus compañeros. Si ser agitador, dijo con su natural elocuencia, es defender los derechos del estudiantado, ¡entonces soy agitador!
Con su enjundia discursiva, el encantador de masas encantó a la Bertha Cervantes. Muy pronto empezó el romance, que fue intenso, pero breve. Esa tarde, el Pablo pasó por la casa de doña Rana y vio allí, revolcándose en el lodo, a un cochito flaco y peludo. Quiso comprarlo, pero la Rana se lo regaló. Lo bañó, le puso un moño y fue a regalárselo a la Bertha.
Ella lo crió con cariño y lo hizo crecer. Deambulaba como si fuera el perro de la casa. El animalito era chipiloneado por todos… Excepto por don Roberto (el famoso Camalón) Cervantes, padre de la Bertha, que se imaginaba al cerdo sobre la mesa, tatemado a la vuelta y vuelta y en unión de la familia, parafraseando a Eulalio González Piporro, pellizcarlo con tortilla y rociarlo con cerveza hasta darle la puntilla. Ándale, Bertha, vamos a matarlo, decía don Roberto, y la Bertha terca a que no.
Pero un día, los novios tuvieron un pleito tan grande que, casi 45 años después, no se han vuelto a ver. Esa tarde, cuando llegó a su casa, dio la autorización que el Camalón tanto ansiaba. Por la noche, en medio de la algarabía familiar, y el ánimo funerario de la Bertha, cenaron carnitas de cerdo…

Se me activó el virus en el picadero de Jamaica

Diego Rodríguez Landeros (Mazatlán, 1988), estudió letras hispánicas en la UNAM. Fue becario de la Fundación para las Letras Mexicanas y del Programa Jóvenes Creadores del Fonca. Textos suyos se han publicado en medios nacionales y en las antologías Álbum rojo. Narrativa sinaloense de no Ficción (2018) y Ciudades aprehendidas y otros apegos (2019). Es autor de El investigador perverso (2014) y Nadie es tan desvergonzado como desea (2019). EDITORIAL TIERRA ADENTRO.

Además, es miembro del equipo del Vícam Switch donde publicó muchos ensayos antes de ser publicados en otros medios de más caché, como la Revista de la UNAM, Tierra Adentro y el Fondo de Cultura Económica. Éstos dos últimos le publicaron su reciente novela DESAGÜE, reseñada también es este sitio.

Me inocularon el virus en Tepito y se activó un año después en el picadero de Jamaica o cómo pude evitar el contagio practicando la permacultura
Pero no solo no comprendí lo que pasaba
sino que me asusté. En ese instante
ocurrieron muchas cosas.

Felisberto Hernández, “Muebles ‘El Canario’”

Todo este círculo vicioso que no se está considerando, hace que se esté preparando otra pandemia.
Silvia Ribeiro en la entrevista “No le echen la culpa al murciélago”.

I
Hoy domingo 22 de marzo fui a trabajar a la chinampa. Sin paga monetaria, claro está: las cosas importantes son otras. Ayer en la noche recibí el mensaje con la invitación del cartógrafo Sebastián: “En metro Taxqueña a las ocho de la mañana”.
Abordar el transporte público en tiempos de pandemia me recordó las veces que he ido a lugares inadecuados y peligrosos, sin verdadera necesidad de hacerlo, por el puro gusto o curiosidad. Como el día en que caminé por la calle Tenochtitlan de Tepito y un chaca que vendía droga me rasguñó el brazo con una jeringa diminuta para inocularme una maldad cuyo nombre, ahora lo sé, es Coronavirus.

Me entusiasmaba ir al punto de encuentro: de todos los tenebrosos y sórdidos paraderos de la ciudad, Taxqueña es el que más amo. Viví durante más de diez años cerca de ahí y aprendí a identificar a cada uno de los indigentes mutilados que se arrastraban entre los charcos aceitosos. Hoy ya no sobrevive ninguno. Todos son nuevos, excepto Doña Piojos, que habla una lengua que no identifico, defeca de pie y probablemente vive en la zona desde tiempos precuauhtémicos.
Cuando llegué, Sebastián y Bere, la documentalista, ya estaban en el andén, besándose. Salimos del metro y en la letra M del paradero abordamos el camión a San Gregorio Atlapulco, Xochimilco. Siete pesos por un camino de aproximadamente una hora, en compañía de más de veinte desconocidos que, igual que nosotros, se zangoloteaban en sus asientos, aparentemente felices, divididos entre la cháchara y la botana del desayuno portátil.

Aunque apenas era la segunda vez que lo hacía, puedo asegurar que platicar con Bere y Sebastián es una delicia. Mientras el camión avanzaba por avenidas que antes eran canales de agua, la charla fluyó por diferentes cauces (el cine del palestino Elia Suleiman, la pertinencia de leer a Xu Lizhi en español pese a las deficiencias lingüísticas de las traducciones, la promesa de poder contemplar la Sierra de Santa Catarina y la península de Iztapalapa desde las chinampas de San Gregorio, etcétera) hasta encallar inevitablemente en el arenoso tema del Coronavirus, específicamente en la dificultad demográfica de conocer con exactitud el número de contagios, la distribución mundial y el índice de mortalidad, seguramente mucho más alto que el consignado en estadísticas públicas.

El cartógrafo habló del famoso mapa realizado en el Centro de Ciencia e Ingeniería de Sistemas (CSSE) de la Universidad Johns Hopkins, y explicó que si uno lo consultaba superficialmente podía llevarse una impresión equivocada acerca de la distribución del virus. La “trampa” o sutileza estaba en el hecho de que hay algunos países (China, Canadá, Estados Unidos, Australia) que presentan muchos puntos rojos, lo cual da la idea de que son las naciones más infectadas del planeta. Eso se debe a que ahí el registro de los contagios se ha hecho por provincias, mientras que otros países solo presentan un punto rojo o peor, mientras que algunos no presentan ninguno. Eso último puede explicarse porque se trata de lugares donde, ya sea por situaciones bélicas, carencias de estructura médica u otras razones, no se ha realizado el cálculo de los contagios.

Al escuchar los argumentos de Sebastián, recordé la ya clásica ponencia de demografía histórica que Woodrow Borah y Sherburne F. Cook publicaron en 1960 con el título “La despoblación del México central en el siglo XVI”, en la cual expusieron los escollos, procedimientos y resultados que se tienen al intentar calcular el índice de mortalidad causada por factores específicos en lugares o épocas que han carecido de datos.
Borah y Cook concluyeron que la población indígena del México central en 1519 era de aproximadamente 25 millones (casi el doble que lo propuesto por otros estudiosos), y que para el año1605 bajó a 1 millón 75 mil, es decir que disminuyó en un 90%. Un cataclismo difícil de imaginar. Como si dentro de 86 años los humanos de los continentes de Asia, América y África murieran y solo quedaran vivos, debilitados, sumidos en crisis civilizatorias profundas, los de Oceanía y Europa. Y lo más impresionante, como si la terrible mortalidad se debiera a las consecuencias de un solo factor, digamos el Coronavirus, el cambio climático o una conquista extraterrestre.
Para llegar a esa conclusión, los investigadores revisaron y desestimaron los criterios demográficos de sus predecesores. También explicaron sus propios criterios. Uno de ellos fue el cotejo escrupuloso de los archivos y documentos novohispanos referentes a los tributos que los indígenas estaban obligados a entregar a la Corona española, los cuales dejan ver un claro descenso de la población originaria durante el siglo XVI. El otro, utilizado para calcular la población prehispánica, fue un criterio de ecohistoria: se “examinó la sedimentación del suelo en el fondo de los valles para identificar la procedencia del material erosionado en los estratos originarios de las laderas montañosas y determinar, por la presencia de tepalcates, otros artefactos y huesos, si la erosión fue ocasionada o no por la agricultura”.

Gracias a esos análisis se descubrió que tanto la deforestación como la erosión agrícolas comenzaron hace 6 mil años y registraron varios picos de intensidad que, como los anillos en el tronco de un árbol, corresponden a lapsos particulares. Los últimos delatan métodos europeos como el arado y la ganadería, mientras que los más antiguos reflejan cultivo con coa, lo cual significa que hubo periodos precortesianos en los que el excesivo aumento de población erosionó fuertemente el suelo, cosa que redundó varias veces en carestía, mortalidad y abandono de ciudades. Según Borah y Cook, la Conquista española pudo haber coincidido con una “situación agrícola madura para el desastre” que, junto con la guerra, el colapso de las estructuras socioeconómicas, la interrupción de los sistemas de producción y distribución de alimentos y las enfermedades europeas convertidas aquí en epidemias, encendió la catástrofe demográfica.
Algo parecido puede verse en el artículo “Sistemas agrícolas y desarrollo del área clave del imperio texcocano”. Ahí Ángel Palerm explica que a finales del siglo XIV, el señorío de Texcoco fue incapaz de lograr la autosuficiencia alimentaria por haber estado asentado en un territorio muy angosto (la ribera lacustre) y porque, a diferencia de los señoríos xochimilcas o chalcas, no podía cultivar chinampas debido a la salinidad del agua. Para impulsar su prurito imperial, colonizó a los recolectores y cazadores chichimecas de la sierra circundante y los obligo a practicar la agricultura. Gobernantes texcocanos como Nezahualcóyotl o Nezahualpilli mandaron arrasar la vegetación de las montañas y construir un impresionante sistema hidráulico de regadío y terrazas que propició el florecimiento económico, cultural y demográfico de su metrópoli, pero que a la larga erosionó toda la franja de la sierra del Acolhuacan comprendida entre los 2500 y los 2750 metros sobre el nivel del mar, preparando un escenario de hambre y muerte.
“Los bosques preceden a los pueblos, los desiertos les siguen”, escribió René de Chateaubriand.

Tras la devastación demográfica de las civilizaciones prehispánicas, los españoles tuvieron en sus manos enormes extensiones de territorio despoblado (de humanos) en las cuales crearon latifundios y desarrollaron la minería, los cultivos extranjeros como la caña de azúcar y la ganadería, actividades que, por sí solas, aumentaron de forma exponencial la erosión del suelo −aunque eso en su momento eso no causó grandes catástrofes porque el índice de población se mantuvo relativamente bajo.
A propósito de erosión novohispana del suelo, en el breve capítulo “El infierno de las ovejas” de su libro Historia de nuestro futuro, Diego Olavarría cuenta cómo en el siglo XVI las estancias ovejeras desertificaron en menos de cien años el otrora idílico Valle del Mezquital, Hidalgo, que pasó de ser un lugar de pingües pastos fértiles, clima suave y rumorosos arroyos, a un páramo pedregoso que solo reverdeció en el siglo XX gracias a la irrigación de jabonosas aguas negras provenientes de la Ciudad de México.
La civilización colonial dejó su estela de desierto y osamentas. La del México moderno ha hecho lo propio, superándose a sí misma y a las anteriores, confirmando su membresía en el club del capitalismo global, quemando con entusiasmo y superstición todo tipo de combustibles y engordando demográficamente a costa de desmontes, fertilizantes químicos, plaguicidas, transgénicos y monstruosos criaderos de animales que dentro de poco nos conducirán a una “situación madura para el desastre” que nos impedirá afrontar cualquier problema imprevisto, por ejemplo las pandemias.

II
Llegamos a San Gregorio y bajamos del autobús. Dije a mis compañeros que desde hacía mucho tiempo deseaba conocer ese lugar, uno de los pueblos de Xochimilco cuyos manantiales fueron entubados en 1908 como parte del más impresionante sistema de abastecimiento, robo y trasvase de agua realizado en el Porfiriato: un moderno acueducto de concreto de 1.5 metros de diámetro que, dotado de pozos, bombas y cientos de chimeneas de ventilación, comienza en la zona chinampera y desemboca, 33 kilómetros después, en una planta de bombeo ubicada en la colonia Condesa de la Ciudad de México, entre las calles Alfonso Reyes, Diagonal Patriotismo y Circuito Interior, frente a una abandonada placita adornada con bustos de compositores mexicanos y una estatua del grillo Cri−Cri. La planta de bombeo se encarga de hacer subir el agua hacia cuatro cisternas de cien metros de diámetro por 15 de alto cada una, ubicadas en la Segunda Sección del Bosque de Chapultepec, muy cerca de donde ahora está el Cárcamo de Dolores, una de las construcciones más significativas de la ciudad, acerca de la cual, por cierto, Juan Pablo Anaya escribió un ensayo estremecedor. Desde esas cisternas, el agua sustraída a Xochimilco abastece a la cada vez más poblada Ciudad de México y, con su fresco afluente, garantiza el funcionamiento de la economía y el Estado.

Durante la Revolución mexicana, los expoliados habitantes de Atlapulco viajaron a San Pablo Oztotepec, en Milpa Alta, donde Emiliano Zapata y los suyos tenían un cuartel protegido por las cañadas del volcán Teuhtli. Se quejaron del robo de agua del que eran víctimas por parte del gobierno. Sin dudarlo, la junta marcial del Ejército Libertador del Sur dispuso que un comando armado interrumpiera los caudales de agua, cosa que obviamente enardeció a los gobiernos de Victoriano Huerta y Venustiano Carranza. Al final, el paradigma hidráulico de trasvase a la ciudad y paulatina desecación de la zona chinampera se impuso: sigue funcionando hasta nuestros días, contrapunteado por la lucha y resistencia de los xochimilcas.
La fiesta patronal de San Gregorio comenzó el 12 de marzo y terminó hoy mismo, tras diez días de derroche y convivencia. En el centro del pueblo había juegos mecánicos, un escenario con equipo de sonido, puestos de pan de feria, basura de baile cervecero mezclada con residuos de pirotecnia. Nada que indicara cuarentena. Caminamos entre bicitaxis, camionetas, motos, niños, ancianos, perros y gente que comía tamales en las esquinas. Mis amigos me platicaban de los destrozos que ahí se sufrieron por el terremoto del 19 de septiembre de 2017. Ambos participaron en las brigadas de voluntarios que ayudaron en la demolición de construcciones colapsadas, distribución de víveres y organización de albergues. “¿Ves esa casa donde ahora está la tienda? La tuvimos que tumbar”, dijo la documentalista.
En la avenida Belisario Domínguez giramos a la derecha y luego a la izquierda. El paisaje cambió por completo. Caminamos sobre calles de tierra, entre casas con patios abiertos, perros y, creo recordar, algunas vacas negras. Cien metros adelante, más allá de las últimas construcciones, iniciaban las chinampas: un abierto, reticular y espacioso laberinto de mariposas, ahuejotes, canales, huertos de lavanda, canoas hundidas, flores, abejas, hinojo, nopales, chilacayotes, lechugas, repollos, acelgas, tomillo, romero y tierra fina que, volando, ingrávida, se levantaba a nuestros pasos, como una bienvenida. Mucho sol. Cielo azul. Murmullo de agua. Aves. Esporádicas personas semiocultas entre hojas verdes: oníricas.

Un par de veces tomamos senderos equivocados hasta que por fin dimos con la chinampa de la banda. Ahí, escuchando la música norteña que como el canto de un fruto fantástico o de un cenzontle robótico sonaba en una bocina colgada de la rama de un árbol, laboraban desde hacía algunas horas Sari, Dante, Fer, Don Juan y Pedro, a quienes yo veía por primera vez. Como se ha hecho desde tiempos inmemoriales, sacaban limo fértil del fondo del canal, lo subían a la chinampa y lo vaciaban en el almácigo o chapín, un rectángulo de aproximadamente 4 x 1.5 metros de área y diez centímetros de profundidad. A nosotros nos encomendaron trabajar en otro almácigo que se encontraba en una fase muy posterior de cultivo. Nuestra tarea fue separar brotes de chile chicuarote para después sembrarlos en un espacio donde sus raíces pudieran extenderse. Algo relativamente sencillo porque, como supe después, gracias a la cuadrícula realizada en el lodo fresco del almácigo, cuando las semillas germinan y crecen pueden tomarse, con su pedacito de tierra mucho más seca que al principio, como si fueran rebanadas de brownie de chocolate.
En la chorcha del trabajo estuvimos más o menos tres horas, bajo el sol. Cuando terminaron de vaciar el lodo y de aplanarlo con la hoja de un machete, fuimos a comer al pueblo. Poco a poco fui captando las particularidades de los compañeros. En sus rostros, incluso en los de don Juan y Pedro, que tienen más de cincuenta años, descubrí gestos infantiles, brillos y rescoldos.
Sari es −aunque ella misma se niegue a aceptarlo− la líder de la pandilla, conocedora de las técnicas, una especie de súper heroína. Su cara, con aretes en cejas y nariz, es una mezcla de sonrisa y crispación asoleada.

Dante es rojo, pecoso, barbado, ojos de hacker, voz suave y quebrada en risa. Se mueve con certeza y conoce, además de la chinampa, ciertos cultivos mágicos de California.
Don Juan, el más viejo de todos, tiene una preciosa cara de barro pulido y moteado. Su voz es un hilo dosificado cuidadosamente. Labios y ojos húmedos, felices. Nació ahí.
Fer es una ciclista tatuada, pequeña y de voz cinética a quien yo, intrigado, había visto durante meses en la biblioteca de la UNAM. Me alegró poder conocerla en la chinampa.
Pedro es un nahual anfibio capaz de respirar en el trabajo y en el juego, el estado de alerta y la suavidad. Moreno, afilado, campesino, bromista, reconfortantemente pedagógico.
En un patio, con un pequeño molino, dos señoras se encargaban de la nixtamalización de la masa con la que preparaban las garnachas más sabrosas que he probado. Entre todos bebimos diez caguamas, comimos un montón de gorditas de chicharrón y nopal, tlacoyos de requesón y frijol, sopes, quesadillas de hongo y huitlacoche. Entrechocamos los vasitos desechables de plástico con nuestras manos de uñas negras de tierra. Elogiamos la salsa roja. Para llegar al baño se tenía que atravesar un pasillo en el que había un gallinero donde vi, dispuestas como las viñetas de un cómic, jaulas para aves de todas las edades, lo cual daba al conjunto el sentido de una fábula existencial con sus hitos de reproducción, gestación, crecimiento, sexualidad y muerte.
Como una clepsidra, el último chorro de la décima caguama marcó la hora de pagar lo justo por la comida y la bebida: un precio desconcertantemente barato si se compara con las cartas de los restaurantes de la ciudad.
Cuando regresamos a la chinampa, el sol ya había evaporado el exceso de agua en los almácigos. Con un machete había que hacer una retícula de cuadrados cuyos lados midieran más o menos cinco centímetros. Luego, en cada cuadrado, hacer un hoyito con el dedo: el receptáculo de las semillas.
Las semillas de maíz parecen los dientes de una calaca adulta y van tres en cada hoyo: “una pa’ la ardilla, una pa´l ave y otra pa´l humano”. En esa ocasión el maíz sembrado fue rojo: cortesía de Damián, un amigo que tiene una milpa y a quien, curiosamente, todos conocíamos, pero que no había podido ir porque su roomiees un portugués que acababa de llegar a México y ambos estaban en cuarentena.
También sembramos cebolla, girasol y chile chicuarote.
Aquello era como un juego de mesa compartido o un coito a muchas manos con la tierra.

Cuando todos los hoyitos tuvieron sus semillas, los almácigos adquirieron el aspecto de una maqueta no realista de la zona chinampera. Entonces llegó el momento de cubrirlos con estiércol seco de vaca y de lograr una superficie homogénea con ayuda de un puñado de pasto utilizado como escoba.
Creo que después de ese paso seguía otro, consistente en cubrirlos otra vez con una malla, pero no pude verlo porque caía la tarde y aún faltaba ir a la otra chinampa a cosechar acelga, de modo que Pedro y Dante lo hicieron mientras los demás nos fuimos. Durante el camino masticamos hojas tiernas de perejil. Sabían dulces.

Las acelgas estaban en la última chinampa antes de la laguna, el cuerpo de agua donde los patos se preparaban para pasar la noche. Desde ahí, como había dicho el cartógrafo, se tenía una vista inmejorable de la Península de Iztapalapa, el Cerro de la Estrella y la Sierra de Santa Catarina, paraje volcánico donde el Doctor Atl proyectó construir, entre cráteres y laderas, una ciudad utópica para artistas, filósofos y científicos que se llamaría Olinka.
Con ese paisaje de fondo, nos dedicamos a arrancar las hojas más bellas y de tallos más fuertes. Gracias a que en la chinampa no se utiliza ningún pesticida industrial, pude ver muchas catarinas entre las plantas, mansas como vaquitas rojas. Arriba, el sol se ocultaba y el cielo ardía, mientras las cosas sobre la tierra ganaban sombra. Naciones de zancudos removieron el aire, agrisándolo. La dentadura de Pedro brillaba. Sari amarraba manojos de acelgas. A contraluz del crepúsculo, un hombre en canoa hundía la pértiga en el agua. Ecos de chapoteo. En un momento de silencio, Sebastián corrió hacia Bere, la tomó entre sus brazos, la hizo reír y le dio un beso largo, correspondido y abierto, sin condiciones ni miedos. Al contemplar la escena, y sobre todo al ser conscientes de formar parte de ella, cada uno de los demás dedicó un instante para pensar en el amor. Solo entonces pudo caer la noche.

III

Por fortuna la hermana de Sari y su novio fueron a San Gregorio en una camioneta y nos dieron un aventón de regreso a la ciudad, a nuestras casas.
Llegué a las nueve de la noche, saludé a mi hermano y tomé una ducha. El plan era cenar con él, fumar un porro y ver una película hasta quedarme dormido, pero la hierba se había acabado. Decidimos ir en su moto al picadero de Jamaica, el punto de distribución más cercano a nuestro hogar −o al menos eso creemos: uno nunca sabe con los vecinos.
Ese lugar siempre ha sido malvibroso, pero antes, cuando menos, uno se paraba en la esquina, detrás del puesto de flores (traídas, obviamente, de Xochimilco), y esperaba a que algún vago se ofreciera a meterse a la vecindad −una verdadera cueva de lobo− y salir con un paquete de mota a cambio de una modesta propina. Sin embargo, desde hace algunos meses, unos mafiosillos altaneros interrogan a los clientes acerca de su procedencia y luego los obligan a pasar, lo cual, a mí en lo personal, me pone los pelos de punta.

En el patio de la vecindad hay patos domesticados en lugar de perros, como una suerte de nostalgia por el pasado lacustre de la zona: a pocos metros de ahí pasaba hace menos de un siglo el Canal de la Viga. Uno de ellos tiene el pico destrozado, como si le hubieran dado un martillazo, accidente que no le impide graznar. A cada paso que uno da, es necesario dar gracias por aún no haber sido apuñalado o balaceado. Una mujer joven salió de un rincón y nos interceptó.
−¿Y ustedes quiénes son y qué quieren? −preguntó, amenazante, mientras le chiflaba a un sujeto para que la apoyara en su cada vez más intimidante misión de vigilancia o halconería. Estuve a punto de decirle, suplicante y ridículo, que solo deseábamos conseguir un poco de inofensiva marihuana, pero mi hermano tomó el control de la situación.

Cuando salimos de ahí, no paré de repetir que éramos unos tontos por no cultivar nuestra propia hierba. Imaginé sembrarla en chapín.
En casa, preparamos rápidamente la cena: acelgas frescas de San Gregorio con pollo. En el sillón rojo de la sala, mi hermano me pidió escoger lo que veríamos en Netflix. Elegí una película que él no conocía: Monty Python and the Holy Grail(Terry Gilliam y Terry Jones, 1975), la representación de la Edad Media más aguda y graciosa de la que tengo noticia. Encendimos el porro. Nos relajamos. Comimos. Vimos al rey Arturo cometer estupideces en nombre del Santo Grial. Comenzamos a reír pero rápidamente comenzó la paranoia. La escena donde un hombre con un carrito de madera atraviesa una aldea infecta y recoge cadáveres de las casas como si se llevara la basura doméstica, me hizo recordar la epidemia de Coronavirus y su número indeterminado de víctimas mortales. A la mitad de la peli, cuando basados en retruécanos inverosímiles y descaradamente idiotas un grupo de hombres busca demostrar que una mujer es una bruja, comencé a sentir frío. Luego a temblar. Fui a mi habitación por una sudadera. Los escalofríos no disminuyeron. Me toqué la frente para descubrir si tenía fiebre. Recordé, no sé por qué, el pico destrozado del pato. Vi la cabeza del martillo cayendo sobre el animal. Vi la maldad. Por dinero, esas mafias distribuyen la muerte entre la población rota. Trabajan para alguien. Los verdaderos jefes de los cárteles son las élites financieras que están al tanto del colapso ambiental del planeta. Saben que solo una drástica disminución demográfica permitirá la sobrevivencia de la especie humana, es decir, su propia sobrevivencia. El 90% de las personas son prescindibles: desempleados, habitantes de países periféricos con problemas de adicciones, asiduos visitantes de picaderos que viven al margen de la ley, gente asquerosa. Una fumigación selectiva, profilaxis con virus. El plan lleva varios años gestándose y opera en diversos frentes. Yo fui inoculado en una etapa bastante previa, cuando el virus solo se transmitía por jeringas. Lo recuerdo bien: fue una tarde, en Tepito. Ni siquiera había ido a comprar droga. Solo paseaba. El tipo me rasguñó con una aguja. La infección permaneció incubada desde entonces hasta ahora, que ha llegado el momento de la activación programada del brote. A mucha gente le llegó la enfermedad por otros caminos, quizá a través de la comida virulenta: ellos también son prescindibles. En mi caso me fue inoculado con anterioridad y luego catalizado con la envenenada mota de Jamaica. Si tan solo hubiéramos cultivado nuestra planta. Las élites sobrevivirán junto con un puñado de trabajadores que consuman basura. Y los cárteles. O no. Los cárteles también morirán y las élites sobrevivientes formarán nuevos esbirros cuando los necesiten. Siempre lo han hecho. Así será.

¿Se acuerda del Pipanora?

Ahora que hay escasez de cerveza por el coronavirus, recordé aquel 31 de diciembre de 1976 en que entró a Vícam un tráiler-pipa con un agujero en el costado por donde salía un chorro de tequila.
El recién designado gobernador de Sonora, Alejandro Carrillo Marcor, había mandado a cerrar las cantinas (prohibición aún vigente) sin percatarse que esos establecimientos le daban fluidez al dinero de la economía de Vícam.
El Banrural (el Bandidal, le decían) administraba las tierras de cultivo y, cuando llegaba la cosecha, los que pertenecían a las sociedades acudían a cobrar las liquidaciones. Al salir del banco se encontraban con los dueños de las tiendas, que por seis meses les habían fiado todo tipo de provisiones. Después estaban los taxistas ya que por entonces no había quien que, trayendo dinero, no tomara un taxi. Ese día tomaban dos: uno para subirse ellos y otro para los músicos. Luego recalaban a las cantinas, donde los cantineros les aplicaban una clásica. Pagaban con 20 pesos una caguama que costaba 2, y les contaban los billetes de un peso: dice uno, dice dos, dice tres, dice cuatro, dice cinco, dice seis, dice siete y dieciocho. ¡Ocho pesos en lugar de los 18! Por la noche, salían los chamacos a bolsear borrachos botados, despojándolos del último dinero que les quedaba. Al día siguiente las familias reiniciaban el ciclo. Eso era entonces, cuando había dinero en las comunidades yaquis…
Ese fue el peor fin de año que se recuerde. La tristeza inundaba al pueblo y un polvo a ras del suelo recorría las calles solitarias… Pero al mediodía del día 31, un gritó alertó a todos: ¡Una pipa estaba tirando tequila en la plaza! La gente salió a las calles cargando todo tipo de recipientes, se hizo una larguísima fila (eso sí, muy ordenada) y, muertos de risa, los viqueños se dispusieron a empezar la fiesta esa Noche de San Silvestre. Todavía el Día de San Valentín se podía ver a uno que otro borracho con pipanora.

El año de la Rana

El Día del Estudiante de 1975 cayó en viernes. Tímido que soy, no participé del entusiasmo porque no bailaba. Salí de la preparatoria y crucé la calle. Pedí una soda en la tienda de doña Rana. Se sentó conmigo y me aconsejó que me fuera a alistar para el baile, pero sin esperar respuesta me contó un retazo de su vida.
Yo fui muy bailadora, me dijo. Hizo una larga pausa y añadió: …y muy puta, mijito.
Doña Rana era la mujer del Rana, al que le llevaba 30 años. Fue novio de la Ranita, hija de doña Rana. Queriendo cumplir la tradición, el Rana, que no tenía madre, le pidió a su padre, don Rana, que fuera a pedir a su novia para casarse.
El día de la cita, don Rana, hombre de esos tiempos, se bañó, se rasuró viéndose en un pedazo de espejo colgado de la testera, y se vistió con sus mejores prendas para acudir al ritual.
La Ranita salió a recibirlos y, cuando la vio, a don Rana se le descuajaringaron los intersticios porque se le metió en las entretelas del corazón. Buscó y encontró un pretexto para mandar al Rana a buscar algo, y cuando el muchacho regresó, ya don Rana había pedido a la Ranita para él.
Aquí doña Rana se enredó en circunloquios y perdí un poco el hilo del relato, pero el caso es que días después, el padre del Rana y su novia, contrajeron matrimonio con una fiesta amenizada por el grupo Los Guaguay’s de Lalo Amarillas.
El Rana también se extravió. Parecía un loco. Se emborrachaba hasta perderse. Una tarde, cayéndosele la baba, llegó a la casa de doña Rana. La mujer vio aquella piltrafa humana y se compadeció de él (eso me dijo). Lo bañó, lo rasuró y le dio de comer. Luego, en un catre, durmió catorce horas seguidas. Cuando despertó, doña Rana andaba en la cocina cantando y cocinando. Mientras el Rana engullía el generoso desayuno, doña Rana me dijo que le dijo: no tiene caso que te desperdicies; mejor te voy a agarrar de marido. Ese día el Rana se quedó a vivir allí…
¿Cómo la ves mijito? –me dijo como despedida, soltando una risotada–; mejor vete a divertir y que a la gente le valga verga cómo bailas.

Una lectura de Desagüe, la novela de Diego Rodríguez Landeros

Dos de los nuestros, Miguel Ortiz González, uno de los hombres más cultos que ha producido Vícam, tierra de gente culta, y Diego Rodríguez Landeros, parte del Staff del Vícam Switch, se unen en este texto en el que el primero, Miguel, desmenuza la reciente novela del segundo, de Diego. Disfrute este ameno texto y luego, si quiere, lea la novela porque será lo mejor que haya leído en este 2020.

Desagüe, la opera prima de Diego Rodríguez Landeros en el género de novela, es al mismo tiempo sencilla y ambiciosa. Supongo que es una de las que suelen denominarse “novela total”, pero está escrita con un estilo relativamente convencional y sin artificios vanguardistas o experimentales; pretende ser moderna, y lo logra, pero sin que resulte en detrimento de las formas clásicas de la narración. Ésta transcurre fluida y deliciosamente entretenida sin que en lo absoluto la novela pueda ser considerada como “light” o complaciente y facilona para con sus eventuales lectores. Es, lo digo sin dudarlo, una historia que te atrapa desde el principio y que se deja leer con interés creciente, no obstante que algunos la considerarán, con razón, enciclopédica y erudita en lo que se refiere a datos y pasajes históricos. Desfilan por los principales pasillos de la novela, destacados personajes reales que son enigmáticos y deslumbrantes, lo que los hace muy atractivos en términos históricos y novelísticos.

Es, creo, una novela predominantemente histórica (una historia general de las inundaciones y los sistemas hidráulicos en los lagos del Valle de México desde los inicios de la Conquista, pasando por el Porfiriato y hasta la actualidad, con interesantes alusiones a los sistemas pluviales precortesianos y, sobre todo, a los intentos casi siempre fallidos de lograr la total desecación de la Ciudad de México). Al mismo tiempo, es una historia intimista, la de la relación de una pareja de enamorados, Indra e Ixtab, nombres simbólicos, particularmente el segundo que hace alusión a la diosa maya del suicidio: la novela inicia como un recorrido que hace Indra desde el inicio del  Gran Canal de Desagüe del Valle de México (el kilómetro Cero está tentativamente en la actual Avenida Congreso de la Unión, vecindades del Palacio de Lecumberri),  siguiendo su curso hasta su desembocadura en la Caja Colectora en Zumpango, lugar donde ella se inmola, podemos imaginar que por una combinación de razones existenciales  con un difuso y vago sentido ceremonial relacionado con la cosmogonía azteca, forma de sacrificio que está sugerido en el título del libro que puede ser traducible por algo parecido a “muerte por agua”. Y es que el agua tiene entre sus más esenciales símbolos el de la vida y el movimiento, o sea la vida que fluye. Por contraste y contrapunto, desagüe sería lo contrario, muerte e inmovilidad. De esta manera la historia del Canal y el desecamiento y fin de los lagos del Valle se asocia en términos simbólicos con la muerte del personaje femenino, Ixtab.

La novela es también una historia aparentemente fantástica, aunque en rigor no lo es tanto porque, entre otras cosas,  las alusiones a la “Bestia del Apocalipsis” se refiere a la forma de monstruo serpentino  del Gran Canal que Indra ve durante las febriles noches en que consulta las imágenes satelitales del Google Maps, y alude también a  las fantasías y delirios del ingeniero/espía holandés Adrián Boot, personaje crucial junto a Enrico Martínez, el cosmógrafo del rey Felipe II que fue comisionado para dar cuenta a la Corona Española de las especificidades climáticas, orográficas y astronómicas de la Nueva España, pero cuya función y actividad principal fue en realidad la de intentar resolver el problema crónico de las inundaciones del Valle de México. Intento por cierto vano que le implicó –así lo relatas-, 25 años de su vida a partir de 1607, tras lo cual murió obsedido y frustrado siempre ante lo infructuoso de las grandes obras hidráulicas que emprendió sin un éxito total. Encuentro, Diego, que todo esto está tan eficazmente narrado que seguramente hará la delicia de los ojos que tengan la fortuna de leerte.

Releyendo el libro reparo en una nota que escribí al margen: “Genial este capítulo: el que más me ha gustado; el que considero más sabroso y mejor escrito”. Es el capítulo XXXVII de la segunda parte, “La Historia de Dios”. No resisto reproducir los dos párrafos que en concreto me parecen verdaderas astucias literarias, en términos de Ricardo Garibay:

“Esa tibia mañana de 1891, sentado en su pulcro retrete del Castillo de Chapultepec, Porfirio Díaz amasaba una vez más la fantasía de transformar el infecto lodazal del Valle de México en un jardín afrancesado.

“El ecosistema lacustre de la región seguía siendo una presencia avasalladora, las aguas negras se acumulaban en la periferia urbana y las calles se inundaban en temporadas de lluvia. Desde siglos atrás, una calamidad líquida amenazaba con sus miasmas a la Ciudad de los Palacios. Pero esa mañana Díaz defecaba tranquilo y con gesto soñador” (p.133).

Párrafos como los anteriores son los que disfrutarán tus, espero, muchos lectores. Ojalá que la cantidad de éstos corresponda a la factura y calidad de esta espléndida historia.

Debo reconocer que el inicio de la novela me desconcertó (aunque también me intrigó) por la vaguedad abstracta y un tanto mística con que vas soltando la información que irá dando forma a la historia concreta y realista. Solamente hasta el final de la historia adquirirá su verdadero sentido ese mencionado inicio: “Aspiren y aguarden. Con mis dos caras, cuatro ojos y dos bocas contaré algo. Yo lo sé todo…”

La historia de Dios, el que da nombre a la segunda parte del libro, me pareció fantástica. También, al principio me desconcertó pues no sabía bien a bien a qué te referías por “Dios”, si a Dios con mayúscula doble o a un dios de otro tipo y de sentido real o figurado (por ejemplo, el apelativo o nombre de algún personaje de la historia). Es genial cómo lo resuelves en forma tan paulatinamente sostenido hasta que se revela el sentido del nombre: cómo vas soltando el sentido figurado y conceptual de la creación, del demiurgo, de tu alter ego, del narrador, de la concepción de la novela, del creador de la historia… Este tema y este personaje son lo más polivalente y rico de tu novela; es, creo, donde más aportas técnicamente, donde más innovador de ves.

En cambio, El Murciélago, recreado por Dios, según nos lo indica el narrador de la novela, creo que, aunque como personaje es interesante y verosímil (es narrador oral), en cambio su historia (dentro de la propia novela), ´La Prisión´, siento que arranca fuerte y muy entretenida, pero llega un punto en se va perdiendo y apagando hasta quedar suelta e inacabada. Tengo la sensación que esto no hubiera ocurrido si hubieses abreviado esta sub o intrahistoria que, por cierto, me recordó a Cervantes. También, el tema de la sub trama me remitió a Arreola y, por supuesto, a Kafka.

Si me disculpas la arrogancia, déjame decirte que me quedé con la sensación que pudiste haber sugerido un poco más las motivaciones que tuvo Ixtab para su suicidio (aunque aludiste que unos “pólipos malignos le crecían en el colon” y que “el caos”, o sea la locura, la rondaban “–un caos que mezclaba la hostilidad del mundo con la asfixia de su infancia”. (p. 52). Quizás deliberadamente no diste más elementos a efecto de que fuésemos los lectores quienes lo imagináramos. No estaría mal. Hemingway utilizó mucho este recurso para darle participación activa al lector.

En la p. 53 hay una frase que me deslumbró por su sencillez y belleza, y se refiere a Ixtab: “Se sentía orgullosa de su cabeza, de sus orejas pequeñas, de los rasgos armónicos de su rostro”.

Hay otros personajes atractivos del presente y del pasado, que son dignos de reseña, pero ahí lo dejo, para mejor hacer algunas pequeñas observaciones:

En la página 28 se lee en el segundo párrafo: “…perderse en los intrincados callejones del mundo y languidecer en sus rincones”. A mí me hubiera gustado más leer: “…perderse y languidecer en los intrincados rincones y callejones del mundo”. Pero no estoy seguro porque la sintaxis depende de intenciones y factores subjetivos como el ritmo, la eufonía y el sentido de la musicalidad de las palabras. En este caso parece que tu intención fue manejar por separado “perderse en los intrincados callejones” y “languidecer en sus rincones” (del mundo).

En la p. 29, aparte de “los recuerdos olvidados” (segundo párrafo) que me parece un bello oxímoron, se lee en el párrafo tercero: “…un viaje lleno de umbrales maravillosos. Primero el de la boca de un túnel, luego el de la asfixia, después el de la putrefacción”. La locución “umbrales maravillosos” me parece una bella figura literaria, al igual que “…la vio irse como un pez dorado en un retrete”, al inicio de este mismo párrafo. Lo que supongo que no es tan “maravilloso” es la sensación de “asfixia” ni de “putrefacción”. A menos que la expresión “maravilla” aluda a lo extraordinario, al margen de si esto es agradable o no. Parece que la RAE lo vincula solamente a lo grato y positivo.

En la misma p. 29, todo el segundo párrafo me parece de una gran belleza poética. Sin embargo, me pareció que la última frase “Sólo (por cierto, le faltó el acento diacrítico) resta calentar el agua para el té por si alguien regresa esta noche a casa”. Creo que hubiera sido más preciso decir “Sólo resta mantener caliente el agua para el té…”.

Llamó mi atención el uso del vocablo “favela” que en México (donde se desarrolla la historia) tiene su equivalente a “barrios bajos” o “ciudades perdidas”.

Finalmente, quisiera subrayar que un valor extra de la novela es que uno se entera con detalles interesantes acerca de cómo estaba diseñada Tenochtitlán y sus sistemas de ingeniería hidráulica, incluidos los criterios militares y de guerra, de cómo influyó ese diseño en favor de la caída de la ciudad en manos de los españoles, etc. Los tres pequeños planos del Valle de México incluidos al inicio del libro, son un plus decisivo para ilustrar al lector acerca del desarrollo de la historia que se narra: la zona lacustre de la Cuenca (ser aprecian los cinco lagos: de Texcoco, de Xochimilco, de Chalco, de Xaltocan y de Zumpango), la mancha urbana de la CDMX y sus alrededores, así como el plano del Gran Canal del Desagüe del Valle de México.

Muchas felicidades a Diego, por su muy afortunada novela. Lo probable y justo es que en futuras historias de la novela en México aparezca en las listas de las obras destacadas creadas en la segunda o tercera década del siglo XXI. Me gustó mucho su trabajo creativo. Yo creía que su carrera profesional en el campo de la literatura se encaminaba en forma clara hacia el Ensayo, al estilo de Montaigne, pero veo que también en la novela tiene cosas interesantes qué ofrecer. Hago votos porque su siguiente novela confirme al escritor formado que ya es.

 

Reflexiones al filo del tiempo

Los que nacimos en 1957, hace 60 años, sabemos que hemos arribado al futuro porque recibimos las siguientes señales: 1) Niel Armstrong pisó la luna, cumpliendo de un cierto modo el sueño de generaciones y generaciones de poetas y enamorados; 2) Ya llegó y ya pasó el 1984 de George Orwell; 3) Llegó el año 2000 y no se cumplió la colonización de Marte que nos contaron las Crónicas Marcianas de Ray Bradbury; 4) Las máquinas todavía no terminan de apoderarse del mundo, como lo pronosticó James Cameron en The Terminator, la película protagonizada por  Arnold Schwarzenegger, Linda Hamilton y Michael Biehn, y 5) Por fin, después de cien años de no hacerlo, los Osos de Chicago ganan la Serie Mundial de béisbol, como lo pronosticaron Steven Spielberg, Robert Zemeckis  y Bob Gale en Volver al Futuro, la trilogía protagonizada por Michael J. Fox (Marty McFly) y Christopher Lloyd (el Doc Emmett L. Brown).

Los nacidos en 1957 (y sus alrededores) fuimos (cosa ineludible del materialismo histórico) revolucionarios marxistas-leninistas hasta que fue evidente que las burocracias soviéticas (y esto vale también para las dictaduras tropicales que han asolado a los países pobres con el pretexto de “redimir” a los trabajadores de la explotación) trabajaban para su propio beneficio. Muchos de esa generación, caído el Muro de Berlín, se extraviaron en el populismo, el estatismo, el nacionalismo dizque revolucionario y en versiones de lucha que podríamos calificar de modernos como el indigenismo, el feminismo y el marginalismo en general. Pocas, muy pocas personas revaloramos lo que siempre despreciamos, pero que era –sin que lo percibiéramos así– lo mejor que había creado la humanidad: la democracia liberal, el respeto a los derechos humanos y, en fin, la libertad.

También la relación con Dios se modificó profundamente en esa generación. Siendo ateos supuestamente irredentos, muchos de ellos terminaron yendo a misa los domingos para revalorar la parte espiritual, que siempre habían despreciado. Muy pocos se mantuvieron en sus reales, fieles al materialismo dialéctico y otros, como yo, se detuvieron en los umbrales. ¿Existe Dios? Ni cómo saberlo. Puede ser que sí, pero la ciencia pesa y hay quienes necesitamos evidencias. Pero la ciencia no lo es todo y es probable que al final de cuentas haya una fuerza superior a nosotros que nos antecede y nos gobierna. En última instancia tanto orden, tanta grandeza y un caos tan sistemático (para usar un inédito oxímoron) no pueden ser producto de la generación espontánea. Lo que haya después de la muerte es el misterio mayor. ¿Deviene la reseca parca en polvo de la nada o hay un alma que se trasmuta en otras y desconocidas formas de vida o, al menos, de conciencia? Hay, sin embargo, un consuelo para nosotros los escépticos: si Dios existe debe ser tan grande y tan poderoso que no creo que necesite de mí, ni de cierto comportamiento mío ni creo que pierda su tiempo fiscalizando mis actos. El corolario de este planteamiento es que si existe algo después de la muerte, el acceso a ese estado no depende ni remotamente de nuestro comportamiento.

Nuestro comportamiento en este mundo debe ser premiado o castigado con justicia aquí en este mundo, y esto nos lleva a la sociedad que tenemos y la que queremos los de la generación de 1957 (y sus alrededores). Pocos miembros de esa generación valoran el sistema democrático liberal. Pero no hay que juzgarlos con dureza porque no saben lo que hacen, y eso que no saben, lo hacen de buena fe, aunque no todos. Por lo menos yo estoy convencido de que el futuro previsible de la humanidad será transitado de una mejor manera si nos damos, y perfeccionamos, un sistema democrático de libertades, un sistema de impartición de justicia que termine con la impunidad, la corrupción, el crimen y el abuso, y un sistema de justicia social que termine con la pobreza, que supere el atraso y proteja el medio ambiente.

Hay un tema que me preocupa profundamente. No creo ser el único que se preocupa (la Unicef ha hecho mucho al respecto), pero yo propongo que, independientemente de los derroteros del mundo, México debe privilegiar y proteger en todos los sentidos a la niñez. Tres cosas debemos hacer de manera urgente. Una, decretar pena de muerte a los violadores de niños y niñas; dos, dar cadena perpetua con trabajos forzados a los que maltraten y trafiquen con infantes, y tres, dedicar todos los recursos necesarios (creo que de entrada podría ser una tercera parte del presupuesto público de todos los niveles de gobierno aplicándolo de manera muy directa y con la mínima burocracia posible) para dar a los niños alimentación, salud, educación y recreación de altísima calidad.

Rubí me ha dado lo más grandioso de la vida (además de su propia vida): al Alex, mi hijo amado. Y el Alex, a su vez, me ha dado tres tesoros inmensos: la Jana, la Lizzy y la Frida, mis nietas adoradas.

La propuesta que hago, de privilegiar a la niñez, de crear una República de la Infancia en México, se inspira en ellas. Sus sonrisas, su felicidad, me convencen cada día de que ningún esfuerzo es suficiente para construirles, valga la reminiscencia, un mundo feliz.

El Camión del CETA 26

CAMION CETA 26 - 1

En 1974 el CETA 26 (hay CBTA 26) se fue a huelga estudiantil convocada por el Comité de Lucha Ideológica (Pablo Plascencia, Bardomiano Galindo, Octavio Montiel, Beto Mendoza, Pancho Jara, el Pollo Moreno, entre otros) con la intención de tumbar al director, José Camilo Reyes Pérez, por un supuesto fraude descubierto, también supuestamente, por Pablo Plascencia. Finalizada la huelga, ellos eran los líderes naturales de la escuela… pero llegó René (el Serra) Vidaurrázaga y convocó a algunos estudiantes para formar el Consejo Estudiantil. Los convocados fuimos: Eusebio (el Chevo) Valdez, Rosario (el Chayo) Zavala, Armando López Urbalejo, Roberto Acedo, Jacinto López y Lourdes Córdova (estos tres originarios de Arivechi), Jorge Vargas, Arturo Olguín, José Luis Villalobos, el Murakami, y yo (que en ese tiempo todavía me decían el Búho). No recuerdo si había algún otro allí. El Consejo Estudiantil fue un órgano de representación formal integrado por representantes de grupo. Una vez conformado el Consejo, el Serra se obsesionó con la idea de conseguir un camión para los viajes de prácticas. Nos volvimos expertos en perseguir a Luis Echeverría, el Presidente de la República. En una ocasión fuimos al Carrizo, Sinaloa, y allí los demás le servimos de guaruras al Serra para que se pudiera acercar al presidente. En esa ocasión llevábamos a Gilberto (el Caballo) Reyna ya que supusimos que su enorme tamaño impresionaría a los guardias de Echeverría. No se impresionaron. Lo que sí hicieron (aprovechando que en aquellos tiempos no se andaban por las ramas ni con que los derechos humanos) fue darnos una generosa cantidad de chingadazos. Estábamos todos maltrechos, sacudiéndonos el polvo y limpiándonos la sangre derramada, cuando vimos al Serra muy sonriente asomándose por la ventanilla del autobús presidencial. Iba sentado al lado del mandatario consiguiendo que una comisión fuera trasladada a la Ciudad de México a ver lo del camión. Esa mañana nos habíamos entrevistado con un funcionario que montó en cólera porque el Serra le dijo que íbamos a exigirle a  Echeverría lo del camión. Casi tocándonos la nariz con la punta del dedo, nos dijo que al señor presidente no se le exigía, que se le suplicaba. Cuando René se bajó del autobús con el mandatario, nos reunimos con ellos y el jefe de la nación le gritó al funcionario que casi nos saca los ojos: “Castañeda, me atiende a estos muchachos, pero ya”. Sí, señor presidente, a sus órdenes señor presidente, decía el abyecto burócrata.

CAMION CETA 26 - 3

Regresamos a Vícam para ver quiénes iban a acompañar al Serrano a México. La decisión iba a ser democrática, pero se atravezó la cruel realidad: unos no podían ir porque no tenían zapatos, otros porque no tenían ropa y no faltó allí el que no consiguió el persmiso en su casa. Por fin “seleccionamos” el Chevo Valdez y al Urbalejo. Cuando la comisión entró a Los Pinos volteando para todos lados, sin saber qué hacer o a dónde ir, pero con la suerte de su lado, entre el tumulto se oyó la estentórea voz de Echeverría llamando al Chevolín, que se acababa de rapar la cabeza: “Hey, Pelón, vengan para acá”. El presidente los atendió como ellos se merecían, les dio de comer (cosa que últimamente habían hecho con muy poca frecuencia) y los hospedó en un hotel del centro para que esperaran que concluyeran los trámites. Se pasaban los días en larguísimas antesalas en las oficinas de los burócratas que atenderían el asunto y la estancia se prolongó por casi dos meses. La nostalgia (un sentimiento muy común en aquellos tiempos por la inexistencia de las video-llamadas y del WhatsApp) hizo estragos y un mediodía el Urbalejo soltó el llanto cuando en la fonda le sirvieron unos chiles rellenos porque se había acordado de los que hacía su santa madrecita. Entre moco y suspiro terminó de comer y se fue a la central camionera… Después de muchas gestiones, por fin consiguieron el camión. René Vidaurrázaga y el Chevo Valdez llegaron a Vícam una tarde de agosto del 1976 en el camión que habían conseguido. Fueron recibidos como héroes por los estudiantes, el camión fue estacionado en la cancha de basquetbol, hubo una ceremonia, se dijeron discursos y desde entonces empezaron los viajes de estudio más divertidos que recordemos los de esa primera generación.

Armando Sánchez, el fotógrafo

Sánchez

Este 17 de agosto es el cumpleaños de Armando Sánchez, el hombre que con su cámara fotográfica ha difundido, mucho más que muchos, la cultura, las costumbres y la vida cotidiana de las comunidades yaquis  y sus alrededores.

Armando no anda por allí presumiendo que está a punto de salir un libro ilustrado con cincuenta fotos de su autoría, que su trabajo ha sido admirado en exposiciones en Vícam y en Hermosillo (la última montada por la Universidad de Sonora), y que esas imágenes han llamado la atención de académicos y de personas interesadas en muchas ciudades de México, en los Estados Unidos, en Canadá, en Europa y en Sur América; simplemente lo hace y eso le causa a él una gran satisfacción honrando aquel viejo dicho de Jonathan Swift (el autor de los Viajes de Gulliver, escrito en 1726) que dice que es feliz el que tiene la fortuna de hacer lo que le gusta.

El Vícam Switch, hoy desafortunadamente en receso en su edición impresa, cuenta por miles su seguidores en las redes sociales. El número de los que nos siguen crece día a día y las imágenes que allí aparecen son ahora la ventana por la que la diáspora viqueña puede ver al pueblo de sus nostalgias. Esa presencia cada vez más sólida se debe a las fotos que de manera cotidiana Armando comparte con todos nosotros.

El Vícam Switch siempre ha contado con un equipo de primer nivel [nuestro ya fallecido amigo Neftaly Osuna Reyna, Francisco Salomón, Octavio Montiel, Arcelia Ochoa Pérez Alejandra Molina Salomón, Julián Valenzuela, Rubí Edith Landeros Pineda, Faustino Muñoz Figueroa, Anabel Montiel, Teodoro (Franqui) Buitimea, Eusebio Valdez Mexía, Diego Enrique Rodríguez Landeros, Rosendo Diego Acosta Mora, Octavio Cervantes Ojeda, Ramón Castro Cital, Juan Diego González, Julián Ángel León Palafox, Jesús Diego Enríquez Cajigas, Mirna Márquez Urías y Marcial Guerrero Tosalcawi, además del Lic. Javier Carrasco Valenzuela y Axel Valdez]. Sin embargo, Armando no se detuvo y la presencia de nuestro medio de comunicación hoy en día se debe a su esfuerzo cotidiano.

Felicidades, Armando, por tu cumpleaños y por todo lo demás.

Alfonso Bedoya: de Vícam al Cine de Oro

Como ya saben ustedes, Vícam es el destino de famosos que atraídos por la cultura han llegado a visitar a las comunidades yaquis. Estuvo aquí en 1945 José Revueltas, el gran revolucionario y escritor mexicano, de cuya visita el Vícam Switch escribió una crónica que el autor de Los Días Terrenales nos dejó en un libro titulado Historias de Paricutín. Ya en el presente, estuvo aquí el Subcomandante Marcos, el líder del EZLN.
Lo que sí no sabíamos era que Vícam era también cuna de al menos un actor famoso. Andando en la Ciudad de México, un amigo nuestro, Rafael Pérez Ríos, visitó la Cineteca Nacional y encontró allí una galería de fotos de actores secundarios o de reparto, y le llamó la atención que en la siguiente foto, del Indio Bedoya, apareciera en su biografía que había nacido en Vícam, Sonora.

El Indio Bedoya 1

Alfonso (El Indio) Bedoya nació en Vícam el 16 de abril de 1904. Fue uno de esos actores que en el medio se le conoce como de carácter mexicano que participo incluso en el cine de Hollywood, en los Estados Unidos, donde participó como villano en la famosa cinta El tesoro de la sierra madre, al lado del protagonista, Humphrey Bogart.
En la Ciudad de México desempeñó diversos oficios y con el tiempo empezó a realizar papeles en algunas películas como Todo un hombre (1935), Almas rebeldes (con Víctor Manuel Mendoza, 1937), La madrina del diablo (con Jorge Negrete, 1937), Los bandidos de Río Frío (con Luis Aguilar, 1938), Los de abajo (con Esther Fernández, 1940), El gendarme desconocido(con Cantinflas y Gloria Marín, 1941), Flor silvestre (con Pedro Armendariz, Dolores del Río y Emilio El Indio Fernández, 1943), Doña Bárbara (1943), Me he de comer esa tuna (1945), Canaima (1945), Gran Casino (1947), las tres con Jorge Negrete, Si me han de matar mañana (1947) con Pedro Infante y La perla (1947).
Alfonso Bedoya muere el 15 de diciembre de 1957 en la ciudad de México.

El Indio Bedoya 2

Mi visita a las Comunidades Yaquis

Estrella Sainburg es estudiante de la Universidad de California en Berkely, en los Estados Unidos, y vino atraída por la cultura y buscando explicarse el conflicto por el agua. De su visita, nos mandó este texto que queremos compartir con ustedes.

Estrella 2
Durante mi visita a Sonora tuve la gran oportunidad de platicar con dos personas significativas del periódico Vícam Switch, Alejandro Valenzuela y Armando Sánchez. De ellos aprendí mucho, cosas que no se puede aprender de lejos debido a que hay experiencias e historias no escritas que no se pueden captar con la simple lectura, y menos pueden ser compartidas si no las ves. Fui a México a pasar las vacaciones escolares con la familia, pero también para hacer el trabajo de campo de una investigación para mi tesis de la licenciatura. Antes de partir, leí un artículo de Enriqueta Lerma Rodríguez titulado “Notas para el análisis de la resistencia yaqui en contra del Acueducto Independencia”. En ese artículo reparé en una referencia a un artículo publicado en el Vícam Switch escrito por Alejandro Valenzuela. Fue en ese momento que encontré una fuente de información que presenta información y perspectivas únicas y diversas sobre el tema, además de que muestra la vida y culturas de los pueblos Yaquis.
Estrella 1

Soy estudiante de la licenciatura en teorías del desarrollo cuyos campos de interés son las distintas expresiones del desarrollo, como la política, la economía y la sociedad de un país y sus relaciones con otros países. En mis cuatro años de estudio en la Universidad de California en Berkeley, así como en mis experiencias en viajes de prácticas a Chiapas, he tenido la oportunidad de conocer una gran diversidad de proyectos de desarrollo. Tales proyectos a veces son implementados por asociaciones civiles y a veces por el gobierno, e incluso frecuentemente por una colaboración conjunta de asociaciones y gobiernos. Desde las aulas es difícil conocer con precisión los proyectos y los esfuerzos que buscan realizar los deseos, las aspiraciones y los sueños de los pobladores de las regiones.

¡En los pueblos hay muchos sueños y muchos aspiraciones! El trabajo intenso, colaborativo y comunal del Vícam Switch demuestra al resto del mundo las experiencias, celebraciones, frustraciones y necesidades de todos tipos que no se pueden expresar de otro modo más que como lo ha hecho ese periódico. Por lo menos es lo que yo percibo como extranjera y desde lejos. Para mí, como interesada en la investigación social, el Vícam Switch es una fuente de información por medio de la cual pude aprender datos, hechos, opiniones y perspectivas acerca del Acueducto Independencia. Desplazándome por las páginas del periódico en mi computadora, vi la manera en que los escritos y fotografías del periódico recuerdan a fallecidos y celebran a estudiantes excelentes. Me contó Alejandro Valenzuela, el director, que la misma gente, desde sus pueblos, puede mandar fotos al periódico para que aparezca en la edición impresa y ahora en las redes sociales. En ese sentido, la labor del periódico tiene la particularidad de que es un trabajo realizado por el público para el público. Es esta motivación la que yo creo hará cambios sustentables y valiosos en los pueblos de todo el mundo.

El Vícam Switch es un modelo de expresión que tiene la capacidad de dar a conocer a una gran cantidades de lectores los sueños, ideas, frustraciones, y alegrías que siempre merecen ser escuchados, valorizados y tomados en consideración de manera seria.

Gracias por compartir sus trabajos, escritos y fotográficos, y por darme la oportunidad de escribir mi opinión y un poco acerca de mi experiencia en Sonora y en las comunidades yaquis.

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